viernes, 2 de agosto de 2019

Todo tiene azúcar, todo tiene sal

Nunca más nos hemos vuelto a ver, perdí la cuenta de los años que pasaron pero cada tanto, usualmente cuando estoy solo o cuando paseo por alguna librería o, por qué no, cuando algo me enternece, no, esa no es la palabra... Cuando algo me moviliza, una suerte de angustia o de melancolía, me acuerdo de vos y, en particular, de aquella tarde que fue un momento bisagra para ambos, principalmente para vos, en lo inmediato y luego para mí aunque no lo supieras, tampoco yo lo sabía en ese momento.
Lo cierto es que fue la última vez en que pensé sobre el asunto, cuando me encontraba caminando por una de esas calles del centro, de las cuales brota gente de la tierra y corren, siempre corren, pero no por deporte sino por apuro, y me detuve cuando creí verte, aunque no estoy seguro si eras vos o alguien muy parecida a vos, lo cual en este punto no tiene mayor relevancia porque jamás importa lo que es sino lo que hace sentir, lo que genera. Quiero decir que podías ser vos o no pero yo creo que eras vos y eso es lo que interesa. Lo cierto es que no atiné a más que quedarme inmóvil, las manos dentro de los bolsillos del saco y la mirada atenta a tu vos o no, envuelta en una especie de sobretodo gris, el pelo negro, algo ondulado, con una bufanda que tapaba tu cuello y parte de tu cara, los ojos negros grandes, con la mirada perdida, esquivando baldosas sueltas de las calles de la capital. También habían baldosas sueltas en el patio del colegio pero pocas porque intentaban arreglarlas antes de que cualquiera se surta la cara contra el piso y, así, evitar que se generen problemas más graves. En ese colegio que a mí me vio crecer desde chico, muy chico, siempre las mismas aulas, los mismos uniformes azules y grises, y vos que estudiaste en otro lado y en algún momento pensaste por qué no, por qué no seguir literatura y enseñar a otros lo que tanto te gustaba y te generaba pasión. Porque qué es la vida sin pasión, dijiste aquella primera clase que tuvimos juntos, los dos y el resto del curso, veinte chicas, ocho varones, colegio polimodal, último año de secundaria. Y a veces pienso que tuvimos clases solo los dos juntos porque al mismo tiempo se daba que el resto no le importaba sobre Ulises o sobre Hemingway o sobre El Sur, y a mí algo me había picado de más chico, en la luz de la adolescencia, de leer e imaginar tantas cosas, y te prestaba atención, a veces a medias porque tampoco podía dejar que me carguen por chupamedias o sensible o qué se yo. Tampoco te habré dicho esto pero yo esperaba desde antes, desde tercer año, para tener clases con vos, que te veía sólo entrar a los salones de los quintos años y a mí me parecías sumamente lejana, con tu boca que era toda sonrisa.
Creo que fue en esa tarde que explicabas porqué te gustaba tanto Borges, qué habías encontrado en él, qué configuración le había dado a tu alma, y dijiste alma casi agarrándote el pecho frente a nosotros que nunca escuchamos decir la palabra alma de esa manera y cuando sucede, comprendes que los años, aunque pocos, los llevas al pedo porque jamás uno sintió algo de esa forma. Y entre la fascinación, la incomprensión y la búsqueda de destacar, se genera la crueldad, donde los años pocos te juegan en contra para pensar y hacer chistes, gastadas y toda la variedad de estupideces del momento, de la manada. Por eso quizás miraste para abajo y mirar para abajo frente a veintiocho adolescentes no es lo recomendado según tantos libros de pedagogía, porque parecíamos animalitos indefensos pero siempre alguno arañaba la locura o la indecencia o la aglomeración de hormonas y se aprovechaba del corazón bueno que estaba delante para sobresalir, para hacerse notar. Y vos esperabas pacientemente que nos calláramos, querías que nos hagamos grandes y responsables de nosotros mismos, eso dijiste también. Nos dabas la oportunidad de crecer y nosotros la pasamos por arriba porque a los dieciocho la cabeza está en otro lado, el enfoque y la proyección de uno mismo no pasa del fin de semana, el horizonte de vida alcanza solamente los cinco días corridos. Te pegaste al lado del pizarrón, la espalda a medio apoyar sobre la pared y los brazos entrecruzados con una fotocopia de El Sur que se iba arrugando mientras que el bullicio crecía y crecía. Mordiste bronca y angustia porque cuando vos estabas del otro lado, sentada y mirando al frente, en el magisterio donde te enseñaron a, bueno, enseñar, pensabas en todo lo que ibas a dar, la forma de tus clases, las historias que nos ibas a contar sobre la literatura y querías que todos escribiéramos, de alguna forma, con nuestras herramientas y al modo que pudiéramos. Porque escribir, dijiste, es vivir para siempre.
Por eso, cuando gritaste y dijiste que nos calláramos, que ya basta, algo en vos se quebró, algo de vos dejó de ser vos. Y quisiste dar un paso atrás ante nuestra mirada que esperaba ese momento para redoblar la apuesta porque la juventud, entre muchas cosas, es tirar de la soga lo más que se pueda y desafiar todo el tiempo. Y no sé bien quién dijo, alguna de las chicas, que qué le pasaba, que estaba loca, y alguien más, entre risas y alaridos, preguntó si estabas tan nerviosa para qué fuiste a dar clases para estallar más risas y silbidos mientras vos te ibas haciendo un ovillito en vos misma, en tu pelo ondulado, en la boca que solía ser toda sonrisa.
Y hoy entiendo que es tarde, siempre es tarde en esta vida para todo por eso de la experiencia que es un peine que te dan, bueno ya sabes cómo sigue. Y siempre es tarde. Porque uno comprende tarde, hay cosas que a uno no le enseñan y las tiene que ir a aprender al campo, a las trincheras, y todos damos por cierto que así es la forma de aprender. Lastimando o lastimándose. Porque verte llorar y salir del aula para nunca más volver, cuando dije que no te bancas nada, que seguro te habías peleado con tu novio, insinuando que Borges era tu novio, fue lastimar. Uno no ama hasta que no lástima.
Y créeme, Sonia, si alguna vez lees esto, que lastimar también implica lastimarse, lo aprendí con los años, seguramente ya lo sabías. Porque uno carga con el llanto ajeno, con el peso de  todo aquello que es irremediable.


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