sábado, 14 de septiembre de 2019

A veces real, a veces ficticio

La vida se gasta.
Y es miserable 
gastar la vida 
para perder 
libertad.
José Pepe Mújica
Ex Presidente de Uruguay

Un día, un cierto día, creo que fue un lunes, quizás un martes, todos los medios de comunicación, de todo el redondo mundo, se pusieron de acuerdo para lanzar un comunicado. Acá eran alrededor de las diez de la mañana, lo que quiere decir que en México serían las ocho, en España las tres de la tarde, en Australia las once de la noche y así con el resto del mundo. Claro, había gente que dormía, en la madrugada, y que luego se enteraría al despertar, quizás por el televisor o por algún mensaje en su celular.
Recuerdo bien a un hombre solo, de traje y corbata, una camisa blanca y la espalda derecha pegada a la silla ergonomicamente negra. Un fondo neutro, unas hojas en su mano y el micrófono erecto. Se aclaró la voz, batió los papeles hasta acomodarlos y comenzó a hablar. Querida audiencia, hemos interrumpido la programación habitual de todos los canales para hacer el siguiente anuncio. Y ahí explicó eso de que en todo el mundo estaba ocurriendo lo mismo, el anuncio repetido al unísono en distintos idiomas, con distintos dialectos. Todos en sus casas, cambiaban de canal intentando entender si todo era una broma de mal gusto o si era algo que se había roto en alguna emisora o repetidora. La misma imagen, el mismo hombre solo y de traje se repetía una y otra vez.
La noticia era que ya estaba, que el mundo no necesitaba trabajar más. Se había llegado al punto exacto de la róbotica y la nanotecnología en el cual trabajar, en ese momento, estaba de más. Biólogos, médicos y nutricionistas habían descubierto una forma de alimentación novedosa, abundante y accesible, lo cual no generaría gastos y estaba al alcance de todos, era algo de mezclar acelga con agua de la canilla, adicionar una fórmula y recitar un mantra. Al mismo tiempo, los laboratorios habían desarrollado una píldora, algo minúsculo, que podía detener cualquier avance de enfermedades que atacaran al organismo y que, además, podría dotar de una inteligencia tal, a nivel de las células, que generaría defensas de avanzada capaces de predecir la estructura necesaria para combatir mutaciones de enfermedades o la aparición de nuevas. A partir de ese punto, al día siguiente, según la región donde cada quien se encontrara, se comenzaría una nueva era de la humanidad donde se accedería a los elementos que garantizan la vida. Todo ser humano tendría la posibilidad de acceder a alimentos, salud y hogar, porque se había decidido también, entre los líderes mundiales, que la gente debía tener dónde vivir, las condiciones mínimas. Finalmente, el humano se encontraba habilitado para darse netamente a las artes, a la poesía, al canto, a la escritura, a la música, al teatro. O al deporte, también. Al deporte como un goce, como una expresión corporal de felicidad, de la búsqueda en compartir, de la descarga consciente y vital de energía. La gente dejaría definitivamente de correr por las plazas o avenidas, con esas caras de sufrimiento, donde sólo daban vueltas de dieciséis kilómetros para estirar el reloj de arena de la vida un poquito más. La humanidad viviría de su cosecha, de su cultivo, las manos enterradas en la tierra, el lomo apuntando al sol y el sudor de la frente goteando en el suelo punteado. Nos habían devuelto la libertad, luego de millones de años atados a grilletes y cadenas, a veces reales, a veces ficticias. Podíamos volver a nuestras pasiones, a hacer lo que realmente queríamos hacer y ser. Nos devolverían la pasión, dios santo y las jarras de vino que preparaba José. ¿Qué es la vida sin pasión? decía el tipo solo en el televisor. ¡Adelante! Vayan por todo, ¡la vida es suya! terminaba el anuncio.
Hubo un silencio sepulcral, que duró unos cuantos segundos por no decir minutos. Entre la incredulidad y la incertidumbre, se empezaron a dar los primeros aplausos, bocinazos y la lluvia de papeles que empezaban a caer desde las ventanas de los edificios de microcentro. Luego, los noticieros empezaban a mostrar las distintas manifestaciones que sucedían en el mundo. La gente se reunía en plazas, en los monumentos, en las veras de los ríos y en los estadios. Música, carteles, cervezas y pirotecnia, constituían la imagen que se sucedía en todas las ciudades y poblados del mundo entero. El ser humano ya no trabajaría para nadie más que para sí mismo. Y con poco alcanzaba, no hacía falta demasiado.
Seguido de los festejos, comenzaron algunos disturbios. Empezaron con la quema de patrulleros, el saqueo a algunas casas de electrodomésticos, en algunos países pidieron por la cabeza de sus presidentes o primeros ministros. Luego, se armaron orgías en las plazas, algunas improvisadas y otras dejaban entrever una modesta organización con su lugar para dejar las zapatillas o los baños móviles. La gente saqueaba y cogía en cualquier rincón, con todo lo que tuviera alcance. Esos fueron los primeros tres días después del anuncio.
Luego, una fuerza natural, un desprendimiento cerebral que conduce a dejar lo placentero por ser repetitivo, calmó todo. Porque el placer, por sobre toda las cosas, tiene su razón de ser, su sazón, en cuanto es escaso o prohibido. En el universo no existe manifestación sin polaridad (gracias, Hundred). Y ahí el mundo comenzó a cultivar su alimento, al mismo tiempo que comenzaba la repartición de las pastillas. El sol brillaba por este hemisferio, la primavera se veía asomar.
Comenzaron a crecer la cantidad de centros culturales, de lugares de reunión, de escuelas de danzas, de teatro, talleres de narración, cursos de masajes, aromaterapia. Abrían gimnasios, se enseñaba yoga en las plazas de los barrios, se alineaban los chakras en las casas de neumáticos. La gente rotaba en las actividades. El mundo olía a palo santo e incienso.
Cierto momento, la rueda que impulsaba los movimientos, se fue deteniendo. Los talleres estaban ausentes de personas, las plazas también. No había mucha gente deambulando por las calles y el aroma festivo de esos primeros días se fue diluyendo paulatina y constantemente. El desanimo empezó a crecer, la intolerancia ganó terreno y la queja fue convirtiéndose en constante en la boca de las personas. La gente no encontraba su pasión. Había tiempo, sí, pero no había qué hacer con él.
Los primeros suicidios ocurrieron entre el quinto y el sexto día. Aún, no paran.

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*Recuerdo que te gustaba esta canción.

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