viernes, 29 de noviembre de 2019

Para Jane

Cuando bajé del auto y viste el libro que llevaba pegado al costado de mi cintura, me miraste como diciendo boludo, bajaste con eso y no te diste cuenta y por eso, casi de inmediato, te dije que bueno, que ya estábamos lejos del vehículo y que no me molestaba cargarlo. Giraste en vos misma, hacia tu izquierda, mirando el auto recién estacionado a unos escasos dos metros de donde nos encontrábamos parados y marcaste un gesto levantando tus cejas y amurallando tus labios en un tenso movimiento. Bueno, dijiste, vamos por ahí así conversamos de todo. Te iba siguiendo mientras hablábamos del clima, de la política, de por qué en Uruguay había agarrado tanta fuerza la derecha, qué había pasado con todo ese sueño latinoamericano. Entramos al bar, al patio interno que tenía aire acondicionado, techo vidriado y plantas pegadas a la pared. Tenía pinta de haber sabido ser una casona vieja de barrio norte, de ladrillos rojos apelmazados unos sobre los otros, erigiendo paredes altísimas para combatir el calor y la humedad de Buenos Aires en verano. Y ahí estaba, un hogar convertido en una cervecería artesanal, con un patio interno con aire acondicionado y ladrillos estratégicamente colocados a la vista. Nos sentamos para pedir una limonada, casi que se nos rieron en la cara y tardaron más tiempo que una propaganda en la radio metro en traernos los tragos.
Apoyé el libro sobre la mesa de madera y lo miraste girando un poco tu cabeza porque, desde donde lo veías, el título y el autor te daban al revés. Es tuyo, te dije. Quiero que te lo quedes, hay un cuento ahí que para mí es todo. Aún no entiendo bien por qué me produce una nostalgia pero rara, distinta a la normal, como si extrañara un momento de mi vida que nunca viví. Miraste el libro y el cuento, el título Capítulo para Laucha y quisiste comenzar a leerlo pero te pedí que lo hagas en soledad, que hay cosas que aún me avergüenzan. Antes de cerrarlo, lo agitaste un poco y se cayó la hojita que prolijamente había doblado en cuatro partes, escrita en puño y letra, con imprenta mayúscula como si escribiera gritando, en tinta negra. Qué es esto, me preguntaste. Escribí algo para vos. Te conté que estuve yendo a un taller de narrativa en el cual escribía cuentos todos los encuentros y el último fue este y me parecía bueno que lo tengas porque si alguien, alguna vez, escribiera sobre mí, bueno, me gustaría verlo. Mira vos, no tenías que hacerlo, dijiste. Léelo en soledad, no es muy bueno pero es hasta donde me alcanza.
Quizás en lo inconsciente sabía que al irme al baño, al esperar que se desocupara, hacer lo mío y volver, lo habrías leído; por eso al ver tu cara y la hoja desarmada entre tus manos, no me sorprendí pero no me encontraba preparado para saber cómo continuar.
El cuento iba por acá.

La conocí porque un compañero de trabajo me dijo que tenía que empezar a salir de nuevo, que me haría bien. Creo que lo había cansado con mis historias y, aún más, con mis silencios sorpresivos en los cuales no emitía ni un ruidito como si fuera un muñeco de cera sentado en la oficina. Aparte, me dijo, ella es piola y tienen gustos parecidos. Fui porque no quería dejarlo mal plantado a él y, además, necesitaba volver a sentarme frente a alguien sin tener que bajar la mirada.
Todo fue bien, en verdad teníamos unos puntos importantes en común. Le gustaban las películas de Tarantino y las de Woody Allen les provocaban nostalgia que sentía ajena, como si viera  a una persona caerse en la calle y quebrarse la muñeca derecha y ella sintiera ese dolor en la propia. Sin embargo, fue cuando pidió un bife de chorizo con salsa de hongos lo que me dejó estático. Automáticamente pensé vos no sos la de los hongos, vos no podes pedir eso, porque quien pedía todo lo que pueda con champiñones era la que me provocaba esas historias y aquellos silencios. Luego de pensar en eso, instantáneamente, y sin darme cuenta, me vi sentado en otro lugar, en una mesita de madera rústica del restaurante de un pueblito patagónico, observando un callado lago azul, abovedado de montañas, por encima del hombro de ella que pedía todo con hongos.
Cuando volví en sí, intenté seguir el hilo de una conversación en la cual  nunca estuve en verdad, mientras por dentro pensaba qué otras cosas se me quedaron impregnadas de ella. Seguramente Bowie, quizás Montevideo, definitivamente no podré pisar Mar de las Pampas otra vez, los tacos mexicanos que hacía con tanto cariño o la forma que tenía el primer abrazo que daba cuando despertábamos juntos. ¿Ella pensará lo mismo? ¿Habrá quedado atado algo a mí que también la haga recordarme?  No sé bien qué podría ser, tal vez algún video del Diego jugando a la pelota, una torta de frutilla y chocolate que siempre hay en mi cumpleaños, la canción Guanuqueando de Divididos que pongo cada vez que hago asado. Quizás tampoco ella pueda ir a Mar de las Pampas o a Gesell o a toda la costa donde nos escapábamos un poquito de nosotros mismos en lo que era la mono ambiente rutina, ¿a qué otro lado estará yendo fuera de temporada?

Atiné a decirte que el final alude a otra historia que había escrito. Y me miraste con los ojos grandes y la boca brevemente abierta. Te sentí lejos y distante, como absorta mirando las olas romper en el medio del mar, en una playa desierta y fría, de vientos suaves pero constantes donde la arena remolona baila en la superficie. Prendiste un cigarrillo, aún sin hablarme. Asentimos uno al otro pero más bien hacia dentro, donde quedó todo lo que alguna vez fuimos.
Laucha, pensé. Y pensé que hay cosas que nunca deberían escribirse.

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