viernes, 8 de noviembre de 2019

Cuándo

Llenas tus valijas de amor y te vas
a buscar el cuerpo de una mujer.
Y descubrís que amar es más
que una noche y juntos ver amanecer.
Cuando comenzamos a nacer (1972)
Sui Generis.


M. nos envió un mensaje a cada uno, pidiendo que nos reuniéramos pronto, que tenía algo para contarnos. La última vez que nos habíamos juntado fue antes de que él se fuera a Nueva Zelanda, en una improvisada despedida. Luego, a su regreso, cada uno lo visitó por separado. Estuvo allí por un lapso de tres años y, durante ese tiempo, fuimos construyendo la vida que llevábamos. El gordo se había casado y contaba con dos criaturas, Chicho fue a probar suerte al sur y volvía de forma intermitente a estos lados, René puso una maderera cerca de Baradero y ahí sigue, Coco continúa laburando en una oficina en el centro que es lo mismo que decir que algo de él ya está muerto. Por mi lado, hice lo que pude parado frente al mostrador del almacén y ahí sigo. En el mensaje, M., nos indicaba la dirección del lugar donde quería que fuéramos, que no llevemos nada, pedía también, que él se encargaría de todo. El nombre de la calle me resultó familiar. Nos daba instrucciones del tipo: tenes que ir a la casilla de la lancha colectivo, decir que vas al arroyo Espera 860, a la casa de Don Enrique, ellos te van a saber bajar. Era la casa que el abuelo de M. tenía entre los ríos del delta, la que compró hace más de veinte años cuando se jubiló del banco y con la cual quería disfrutar de su retiro sin saber que moriría a los dos meses de haber adquirido el inmueble. Nosotros íbamos a esa casita isleña asiduamente en los veranos de nuestra juventud. Pescábamos desde el muelle y hacíamos asados en una parrilla a la vera del río. Parecía una cargada que nos hacía M. al indicarnos cómo llegar si todos sabíamos bien la forma de hacerlo.  Fue ahí donde el gordo conoció a la madre de sus hijos cuando Chicho invitó a la prima y trajo unas amigas, una de ellas sería la mujer del gordo.
Por otro lado, entre nosotros, nos hablamos para ver si todos habíamos recibido el mismo mensaje. Al confirmarlo, comenzamos a pensar por qué tanto misterio. Sin embargo, nos alegraba la motivación de juntarnos de nuevo, de vernos alrededor de un fueguito y a la espera de un asado isleño. Seguimos las instrucciones de M. y esperamos al fin de semana que llegara para acercarnos a la boletería de la lancha colectiva.
En el momento que nos vimos todos, nos fundimos en un abrazo grupal y fuimos charlando, rememorando cómo eran esos encuentros de verano donde contábamos menos kilos y más energías. Al abordar nuestro transporte, tuvimos la sensación de que volvíamos al lugar donde nunca debimos salir. Cuando estábamos cerca de nuestro destino, notamos a una persona sentada cerca de la orilla, con las luces de la casa prendidas por detrás. Encontramos a M. en la reposera, cerca del muelle de madera, esperándonos. Estaba vestido enteramente de blanco, con un sombrero de ala ancha, de color marfil, escondiendo una bandana blanca que rodeaba su cabeza rapada. ¿Qué haces así, boludo? Dijo el gordo. Pareces el hijo de Gaby Alvarez y Alan Faena, gritó Chicho aún en la lancha. Ya reunidos todos en suelo firme, nos dirigimos a una mesa de madera dispuesta para que cenemos. Entre los primeros bichitos de luz que fueron aparecieron se mezclaban los chispazos de las leñas ardiendo en la parrilla. M. presentaba un color sepia en su piel, con los ojos hundidos en el rostro y una sonrisa temblorosa que dejaba ver dientes espeluznantemente blancos en contraste a encías bordó.
René se asomó a la parrilla y continúo con el asado ante la mirada aprobatoria de M., mientras el gordo se acercó a la picada servida en la mesa. Chicho se prendió un pucho con el calor de una brasa al mismo tiempo que junto a Coco traíamos unas cervezas de adentro. Nos sentamos todos a acompañar al gordo en la picada y luego fueron sirviendo las achuras y el asado. Ya en sobremesa, ante el rubor de una brisa venida de cuando teníamos veinte años, M. tomó la palabra y nos comentó que era lo que pasaba ante la atenta mirada de un puñado de jóvenes que aún no se habían dado cuenta que ya no lo eran.
Se me ha formado una metástasis, no sé bien por dónde está ya. Todos quedamos callados menos el gordo que, increíblemente, había vuelto a un pedazo de queso de la picada. ¿Qué es mestestis? ¿Por qué te pones a hablar en difícil, boludo? Le dijo el gordo empujando un pan a la boca. Cáncer, gordo, que tiene cáncer, arrimó Coco. El gordo se sumó automáticamente al silencio isleño, de grillos ronroneantes  y de bichitos de luz lúgubres. Qué vas a hacer, M., pregunté luego de unos minutos. No sé, la verdad, hay días en que tengo miedo, otros resignación y quiero tirar todo a la mierda. Hay días en los que pienso por qué a mí. Pero hay algo que me atormenta sobre todas las cosas y por eso los reuní, para poder compartirlo con ustedes y que se ayuden. 
¿Se ayuden dijo? Nos preguntamos en silencio todos, con las miradas y los ceños fruncidos. Si, ya sé lo que dije, continúo M. Nunca me había preguntado esto hasta ahora, desde que comenzó a caminar este bicho por dentro y necesito que ustedes se lo pregunten para que no les pase como a mí. Dale, hijo de puta, decilo, dijo nerviosamente René. M. río para sí, acercando leventemente la pera al pecho, mirando hacia abajo. Cuándo, muchachos, cuándo, esa es la pregunta que me está consumiendo realmente y no está mierda que me invadió, eso es lo que necesito que se lleven y que empiecen a masticar para saber qué hacer. Inmediatamente, todos sentimos el segundero de un reloj interno activándose por primera vez.


  1. ()

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