miércoles, 13 de mayo de 2020

Cascarita de naranja

No se puede hacer nada con la tristeza.
Anónimo.


No hay mucho que hacer, viste. Empecé, quizás como todos, buscando la productividad hasta el último gramo. Comencé por levantarme temprano, veinte minutos de yoga, desayuno a base de frutas y leche de almendras, trabajar como un condenado hasta que el estomago pedía por favor que pare, que quería ingerir algo que alguna vez estuvo vivo; luego seguir trabajando hasta levantar la vista y darme cuenta que no hay luz natural, que el sol pasó con las nubes por arriba mío y se cagaron de risa. Extender la manta de nuevo en el piso, hacer yoga por segunda vez, luego barrer, cocinar arroz con un caldito de gallina y mirar a la distancia al celular que reproduce algo que ya ni sé mientras empujo los granitos blancos en el plato con la mano izquierda mientras la derecha sostiene mi cabeza cansada como Atlas cuando le tocó sostener al cielo. Los fines de semana tocaron cocinar, aprender que la levadura es un bicho vivo y que en México el picante es un proceso más que una experiencia en sí y que las papas no se cocinan más ya que son más dura que la certeza de saber que no existe el retorno, no hay lugar ni forma de volver a nada. Luego, probablemente como todos, me rendí. Volvió el mate con galletitas de la mañana, un sanguche de lo que fuere por el mediodía y mirar repeticiones de goles de Maradona en el Napolí después de trabajar mientras me quedo horizontal sobre una colchoneta en un piso densamente poblado de pelusas. También volvieron los mates por la tarde, a eso de las siete y media, con cascaritas de naranja, como sucedían en casa, más que nada en verano, cuando mi viejo sacaba la pava rozando el hervor al patio, debajo del árbol que levantaba el piso con sus raíces y donde corría un ligero viento entre las siete y ocho de la tarde cuando menguaba un poco el calor de Buenos Aires.
Creo que fue unos domingos atrás, no tengo la certeza, la cuarentena hace que todos los días sean o domingos o martes a la tarde, más cuando llueve. Estaba tomando mates en la habitación, en un cuarto piso de Popotla, una pequeña colonia, de las más antiguas de la ciudad de México, que se encuentra a mitad de camino entre lo que supo ser Tenochtitlan y Tacuba, por donde quisieron escapar los soldados de Cortés luego de hacer una masacre y por donde fueron emboscados, regando el lago de cuerpos españoles marcados por las obsidianas afiladas de las macuahuitl. Y ahora se entrelazan los edificios con casas residenciales y puestos de tortas o tacos o elotes o lo que se pueda vender. Hay un punto en Popotla que hace de referencia al lugar y es el árbol de la noche triste donde se dice que Hernán se apoyó sobre el para llorar luego de escapar junto a un puñado de soldados. Aún día, hay personas que se sientan cerquita para hacer lo mismo, probablemente con otros motivos. Y me encontraba en la habitación, ladeando la ventana y mirando las calles vacías, tomando mate con cascarita de naranja. Venías midiendo tus pasos, mirando al piso, con la boina gris sobre la cabeza y el cubrebocas celeste atado por la nuca. Llevabas una bolsita de papel marrón, por lo que pude ver, quizás era el pan o alguna verdurita que faltó para el pozole, quizás un medio de tortillas para hacer un taco de guisado, algo. Si bien estábamos lejos, pude distinguir tu mirada, habías encontrado una piedrita uniforme y empezaste a patearla, despacito, con más precisión que energía, con el fin de que te acompañe a tu casa. Pude comprender a través de tus pasos, de la punta de tu pie delicado que pateaba, de la sonrisa que se escondía tras la mirada concentrada al suelo, que te acordabas de cuando todo era quintas en el barrio, que eras un cinco aguerrido, con pase justo y recuperación, que tu vida era jugar a la pelota. Sentiste toda la energía que tenías, que parecía volver y no lo pudiste creer. Una sensación como una correntada de viento te llegó donde las arrugas te abandonaban y las rodillas empezaban a ser una parte más de tu cuerpo dejando de mandarte un mensaje de pánico o fragilidad. Te animaste, soltaste las manos que aferraban la bolsita marrón para que comenzaran a acompañar tus movimientos. Si vos salías de jugar a la pelota, te dabas un baño y la ibas a buscar a ella, perfumado y peinado, con la camisa blanca de rayas lilas anchas y el único pantalón beige que tenías para salir, si te decían que parecías salido de una caja de muñecos, ¿cómo no ibas a poder? Y te subías a la bicicleta, tomabas la dirección hacia Condesa donde ella vivía, en esa casona donde tenían hasta un cuarto de servicio y perros traídos de otro lado. Allí donde no te importaba lo que decían de vos, de ella, de ustedes dos, eso de que no iba a funcionar, que ella hablaba inglés y vos, a duras penas, podías multiplicar; no te importaba que te digan que el agua y el aceite no se mezclan porque habías planchado esa camisa que siempre te trajo suerte y no hay mejor cosa que distinguir, que ser distinto, decías. Si vos salías de la fábrica, con la sonrisa como nueva para ir a la cancha a jugar, como si recién te hubieras levantado y después agarrabas la bicicleta para Condesa. Y avanzabas pateando la piedra, gambeteando piernas que ya dejaron de estar hace un tiempo, levantando la mirada cada tanto sin perder de vista el arco o la esquina la cual se hacía más cerca. Vos la querías muchísimo pero decidiste mostrarte fuerte, sin evidenciar nada, cuando ella se fue a vivir por un inminente Santa Fé, en una casa que tenía de patio un cerro verde, de robustos árboles y marido de apellido importado. La sonrisa te dejó de salir como antes pero seguías con tu trayectoria, quizás invadido por la rutina o el envión, quién es uno para poder decidirse. Y llegabas a la esquina cuando tropezaste, los años te quitan muchas cosas pero, uno de las más crueles, es la incapacidad de reacción. Sabes lo que va a pasar pero no lo podes evitar, como mirar una película que ya conoces de memoria. Y los brazos no llegaron a amortiguarte cuando tu cara dio contra el piso y la piedra siguió su curso hasta el cordón. Desde el cuarto piso te vi, quise ir a ayudarte pero no sabía cómo te ibas a sentir, vos que pedaleabas de Popotla a Condesa silbando sin agitarte, y ahí te encontrabas sobre la esquina de Mar de Banda y Mar Egeo, solo, con la bolsa marrón desparramada a un costado. Luchaste para poder levantarte y te seguí con la mirada en tu nueva renguera, en el momento que tus ojos miraron al piso, buscando algo que ya no va a volver más.

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