jueves, 17 de enero de 2013

En el piso del comedor

La costumbre de levantarme temprano los domingos es una de las pocas cosas que pude heredar de mi viejo. Él, quizás porque también lo hacía levantarse temprano su padre, tal vez por el hábito de hacerlo toda la semana o, probablemente, con el afán de hincharme las bolas, se levantaba con ls rayos del alba y me despertaba. Y, claramente, no era con la suavidad o la paciencia o la posibilidad de ser esquivado como el despertar de la vieja sino que con su primera y única intervención ya bastaba. Para este asunto, nada importaba si la noche anterior había salido o si había o no que hacer algo en la casa, yo tenía que levantarme temprano y más vale que no vaya a cuestionar el accionar.
Así fue que el último domingo me levanté temprano, para abreviar. Hace años había dejado la casa de los viejos y, sin quererlo, ellos también se habían dejado, regalándome estos bastos recuerdos. Todavía algo dormido caminé hasta el lugar de la cocina en el departamento y miré, corriendo las cortinas desgastadas, los rayos del alba que solían acompañar a mi papá. Puse la pava y preparé el mate. Me detuve unos momentos para notar cómo las nubes blancas y débiles contrastaban con el naranja que provocaba el sol sobre el cielo que menguaba entre un color celeste y turquesa. 
Todavía sin salir de la ensoñación, escuché el timbre del portero. Me acerqué hasta el el intercomunicador para preguntar quién era, qué quería, por qué no se iba a la puta que lo parió, que mire la hora. La escuché a Luciana, algo agitada, agónica, breve pero desesperada que me pedía que la deje pasar, que necesitaba hablar conmigo.
Subió, pasó por delante mío. Llevaba una musculosa blanca y una pollera floreada violeta. Hace tiempo no nos veíamos, desde aquella vez que terminamos la relación en el café de la esquina, de ello hará unos dos, casi tres meses. Luciana tenía que decirme algo - se expresó así, con la gravedad de esa conjugación de palabras - y por eso estaba allí.
Sin ir más lejos, la noté a Luciana un poco más rellenita, como que la musculosa le ajustaba un poco más. Tenía mejores tetas y las piernas un tanto más fortificadas. El vientre se encontraba, también, ligeramente más tupido que la última vez. Vamos, sin dar más rodeos, Luciana estaba en mi casa, a la mañana de un domingo, con la musculosa blanca, para decirme que estaba embarazada y que, claramente, yo era el padre.
Es probable que mi reacción no haya sido la indicada porque, seamos sinceros, jamás hay una reacción adecuada para estas ocasiones. Siempre se espera más o menos, acorde al ojo que juzgue, sobre lo que accionamos. Pero a mi se me dio simplemente por decirle que pase, que convenía cerrar la puerta y que si quería tomar unos mates, que el agua ya estaba casi lista. Es claro que Luciana no tardó en enfurecerse por mi falta de atención, como solía hacerlo, y maldijo el momento que entró a casa. Le ofrecí asiento, claro está pero ella se siguió ofuscando. En ese preciso instante, entendí que esa mañana no iba a coger con ella.
Sin embargo, quizás olvidé mencionar, decir, acotar, señalar, apuntar, referir, un dato que no es menor a este asunto, a este evento. En otras épocas, donde pensaba en cambiar el mundo sin antes haber intentado cambiarme a mí, de joven quiero decir, estudié medicina. Quería ser parte de los médicos sin fronteras, de la cruz roja, tener algún consultorio donde recetar medicamentos a jubilados. Hice el cbc, tres años yendo y viniendo a Recoleta, viajando apretado en la línea D. Después me dí cuenta que no era lo mío, que más allá de que me iba bien en las materias, noté que no podría ejercer. Me había cansado de la gente, de tratar con gente, entonces entendí que ahí iba a trabajar con gente, para la gente, directa o indirectamente y, la gente, ya me parecía detestable. Cambie de rubro, otra cosa, no hace a la historia.
La cuestión es que me acerqué hasta la cocina, tomé la pava y, mientras miraba al sol iluminar nubes, cielo, edificios, todo, vertía su contenido dentro de un termo y me apresté a sentarme en la mesa con los condimentos para el mate. Luciana reclamaba, a todo esto, mi atención. Pedía, casi en súplicas, que le diga algo, qué que íbamos a hacer, que ella lo iba a tener igual, que tenía que ir a decírselo a sus padres, que la acompañe. Luego, gritaba. Ordenaba que teníamos que mudarnos a un lugar más grande, mejor, una zona cerca del trabajo de ella, cerca de una guardería, de un supermercado, de una plaza con rejas, esas cosas. Prolijamente, yo tomaba el mate y miraba al océano de incertidumbre de la mesa blanca, redonda y desgastada.
Dado un punto, Luciana se paró a mi diestra y colocó sus dos manos al costado de la cintura, formando una especie de tetera con doble aza. Lanzó un soplido que volcó cucharadas de mal aliento sobre mi frente. Y acá viene el asunto, la salsa de todo esto. Me dí vuelta y la miré a Luciana, a su panza, al vientre. La miré bien, detenidamente, le pedí que esté quieta, que no se mueva, que no iba a pasar nada. Le dije que tome aire, que retenga, que cuente hasta cinco y que exhale. Que me entienda, que quería probar algo, también le dije.
En la cuarta oportunidad que hacía los ejercicios de respiración, cerré mi puño derecho y, con un golpe que mediaba lo violento con lo certero y lo delicado, le atiné en el margen inferior izquierdo de la panza, unos diez centímetros por debajo del estómago.
Luciana se tomó el estomago y, automáticamente me puteó. Aulló unos momentos de dolor, se quejó, dijo que yo estaba loco, de cómo iba a hacer algo así, que me iba a ir a denunciar. Le dije que espere unos segundos, que espere así, recostada en el piso, como estaba, hecha una bolita. Un breve silencio aconteció donde jugaban de cortina los sollozos de Luciana, de Luli como me gustaba llamarla, hasta que un ligero ruido, algo que empezó como tibio, como tímido para tomar forma estruendosa, estrepitosa, de una magnitud algo más reconocible, resquebrajó el silencio.
Ahí estaba, mi ex, Luciana, Luli como me gustaba llamarla, sollozando, hecha una bolita, en el piso de mi comedor, expulsando flatulencias, tirándose un pedo de no creer.

2 comentarios:

  1. Y encima ahora Activia tiene que sacar avisos aclarando que no es un laxante. Qué locura, no? Dopo te mando un email con el link. Se me recontra pasó! Abrazo! PD: espero que haya sido un pedo seco...;-)

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    1. El otro día lo vi. Es el marketing, es la vuelta que hay que darle, explicar para engañar menos. Claro que es una locura.
      Vi, también, el link.
      Gracias.
      Fuerte abrazo!
      PD. Sí, fue largo, seco y angustioso.

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