domingo, 21 de julio de 2013

De los otros

No soy el mismo que fui al comenzar a escribir esta oración.

- ¡Alto! – resonó la voz tal trueno en la claridad del día. – Ceded el paso, plebeyo. – y apuntó la lanza a la altura de la yugular.
Él, distante y sobrio, tomo los recaudos precisos para la ocasión. Movimientos lentos y programados constituían su estrategia. Llevando las riendas en su mano derecha, depositaba la otra en su cintura, cerca del mango de la espada recientemente afilada.
Los caballos resoplaban agobiados. El calor no daba tregua. Todo se sucedió pausadamente como ocurre en los momentos donde el destino se hace presente.
Los pasos de los cascos de los animales hacían retumbar la tierra. El silencio lo abrazaba todo. Hasta que el guardia no toleró la tensión. Nervioso, hundió su lanza sobre el caballo más cercano, rodeado de un bramido intenso y un suspiro final.
Soltó las riendas, con manos sudadas tomó su espada y acometió contra el guardia quien no llegó siquiera a desprenderse de la lanza que yacía sobre el animal. Aún con furia y torpeza, entró al carruaje y dio muerte al viajante. Miró enrededor para constatar que no había dejado testigos y luego limpio su espada en las envestiduras protocolares del vehículo. Más luego, siguió con su viaje.
Una esfinge se topó en su camino quien le advirtió que para continuar con su vida, debía contestar unas adivinanzas. En pleno uso de sus facultades, logró enfurecer al fenómeno con respuestas acertadas. Finalmente, el animalejo se entregó al suicidio antes que hacerlo a la vergüenza de cargar con la derrota.
Por tal hazaña, se le brindó un festín y, guiados por la pureza de los vinos, se lo proclamó rey y amo de todo el reino.
En el guiño de su suerte, olvidó la profecía. Tuvo sexo, el mejor sexo de la vida. Bebió de los jarrones de vino de los templos y auspicio los festines más erráticos que jamás se hayan visto.
La prosperidad no tardó en llegar. Las cosechas aumentaban su volumen, se anexaban territorios sin derramar sangre, los caminos comenzaban a formarse y cuatros preciosos hijos dejaban marcado el mármol del palacio con sus pies, en los distintos juegos de la época.
Sin embargo, en rigurosa obediencia de la entropía, el destino del anterior rey no estaba claro. Unos campesinos lo habían encontrado muerto a él y a su comitiva, en las afueras de la ciudad de Delfos. Su crimen no tenía culpables y la escasez y las plagas se hicieron presentes como sombras de un regicidio imperdonable. El nuevo rey se dirigió a Tiresias, un adivino, paradójicamente, ciego.
En la conversación acerca del crimen y su perpetrador, todo volvió a pausarse. No empuñaba su espada sino que jugaba con una suerte de broches que su esposa solía usar en algunos vestidos. Lo curioso es que ese par de delicados decorativos, adquirían el peso de su arma afilada. Más luego, la boca se le secó y escuchaba casi por sílabas las palabras de Tiresias. La profecía se advino en él como la personificación de esas gotas de sudor en un cuerpo propio que sentía frío, como ajeno.
Taciturno y abnegado al enterarse de que él era quién era, Edipo tomó los broches y se arrancó los ojos.

Y tú, querido lector, ya no eres el mismo que al comenzar a leer.

4 comentarios:

  1. Nunca lo soy después de leerlo. Abrazo!!

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  2. Contrariar a una esfinge tiene un precio muy caro, creo que Edipo lo pagó con gusto, ya que era como todos, le gustaba el poder.
    Sin embargo, siempre me llamó la atención Tiresias, no es común que alguien haya sido hombre y mujer... y heterosexual en los dos casos.
    Un fuerte abrazo.
    HD

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    1. A mí me llamó la atención del destino general de Tiresias. El tipo fue un elemento más de los dioses como un termómetro o una pila doble a. Esa cosa de ser justo, de juzgar, de ser imparcial. Ser viejo pero longevo. ¡Qué tristeza!
      Fuerte abrazo, Humberto.

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