jueves, 18 de julio de 2013

El maniquí

Ernesto se levantó y cogió su viejo pijamas, el cual solía ser de un color gris ceniza y ahora es más bien a un gris pálido, sin vida, como sí de repente Kosovo se hubiera sintetizado en un color. El pijama era la depresión hecha algodón y costuras.
Dibujó un intento de peinado pasando su mano izquierda por sobre su cabellera, retrayendo su pelambre de mechones blancos y rubios hacia atrás. El perfume del cigarrillo, ya prendido siquiera antes de levantarse, decoraba las distintas habitaciones del viejo caserón.
Rondaba, arrastrando los pies, las rodillas casi crujientes y húmedas y secas a la vez, por los pasillos colmados de polvo y botellas de viejos vinos eternos. Se detuvo un instante, contra el marco roto y desgastado de una puerta. Había percibido otro aroma, otro perfume. No, no se percató del tronar de la puerta o del golpe del viento sobre las ventanas. Nada.
Sonrió con la sonrisa de la gloria, de la locura magnánima, del destierro divino que le tocó en carne propia a Momo desde el Olimpo. Vanagloriado, hizo el ademán de los clásicos del cine de arreglarse su “traje” gris desde las solapas. Y corrió. Corrió por toda la casa, coreando su nombre, llorando con la torpe sonrisa en la cara.
- ¡Has regresado! ¡Has vuelto! Oh, querida mía, cuánto te he extrañado. Ya ven, no juegues más con este viejo maldito, ya ven. – y se tomaba de las angulosas paredes, rasguñando la pintura desprendida de las mismas.
Infinitos pasillos tenía el caserón, infinitos pisos. Ni el hilo de Ariadna podría haber rescatado al héroe. Ni siquiera el héroe hubiera encontrado al minotauro en esa reliquia arquitectónica.
Creyó notar el vuelo vivo de un retazo de seda o chiffon color carmín y una risa de mujer del mundo, que volvía a la casa primera para reírse como niña. Ernesto sonrío aún más. Gotas de sudor se sucedían en la curvatura de su espalda y otras tantas se acumulaban en su espaciosa frente. Cigarrillo tras otro iban quedando en el camino, como las migajas de pan de aquel alocado cuento infantil. Se desesperó.
- ¿Acaso no te has dado cuenta de cuánto te he amado? ¡Diablos! Sí aún lo sigo haciendo. Ya ven, por favor, ya ven.
Tosió encorvado y se limpió la boca seca con el puño de la manga derecha del pijama.
- Pero sí te lo he dado todo, todo, todo, todo. No te vayas. Seré tu esclavo, tu mesías, tu historia nueva de todos los días. – lloró y arrugó los labios con la amargura que sólo se siente en esos momentos.
- No, no te vayas, no te vayas. Te regalo mi sangre, mis sentidos, mis caricias, todo, toma todo. Pero dame un poco de amor, un poquito, tan sólo un poco.
Ernesto sintió como la sombra de ella corría rumbo a la salida y titubeaba entre los pasillos linderos a él para luego subir hasta el último piso, cerca del altillo.
- ¡Devuélveme el amor! ¡Devuélveme el amor! – gritaba martillando sus dientes, escupiendo saliva espesa y masticando lágrimas. - ¡Dame la vida! ¡Devuélveme mi corazón! ¡Dame la vida!
Colapsó y hundió sus rodillas en el piso de madera. Tomó su pecho. Sentía que el corazón estaba por irse a tomar un micro a Retiro con destino a Mar de las Pampas, Las Gaviotas.
Encontró nuevo aire y continúo corriendo, alentado por la cercanía del perfume inconfundible, del vuelo trágico de aquellos retazos de tela.
Finalmente, agitado y desaliñado, Ernesto llegó al altillo del hogar. Vidrios rotos se sucedían con el chillido de ratas escurridizas. Sol y polvo se entremezclaban en una graciosa danza. Ya en el final de la habitación yacía en un rincón, solo, perfumado, estático e inconmovible, el viejo maniquí, luciendo telas de seda y chiffon, roto del llanto de Ernesto que día a día repetía, entre dormido y borracho, la drástica escena de la esperanza insoslayable, del amor que todo lo espera.


6 comentarios:

  1. Pocas veces he leído una frase tan impecable sobre la depresión como: "El pijama era la depresión hecha algodón y costuras"
    El problema de convivir con ese tipo de recuerdos en un caserón así es que hay demasiados lugares para ocultarlos.
    Modestamente creo que es hora de que se mude a un monoambiente de pino con opción a tierra, nicho o esparcimiento...
    Fuerte Abrazo!

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    1. A mi parecer, el problema de convivir con recuerdos de ese tipo recae no tanto en la magnitud del caserón sino, más bien, en el eco que sigue haciendo en los pasillos del corazón y la mente. No, claro, la solución no sería hacerse de uno mismo un monoambiente o un nicho o un ph. Quizás, a modo de tentativa, es aprender a vivir con el recuerdo, de una forma u otra, pero no siendo esclavo del mismo.
      De todas formas, la opción a tierra es prometedora.
      ¡Fuerte abrazo!

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    2. Muy cierta la reflexión, el peor caserón puede ser la mente propia.
      Es como aquellos que buscan ser felices "yéndose a algún lado", sin darse cuenta que sin importar adónde vayan, la amargura los acompañará. Abrazo!

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    3. Uh, eso es para una historia aparte. Es decir, ¿cuán lejos uno se puede ir sí no puede dejarse en el lugar de partido? Digo, la verdadera ventaja de irse a algún otro lado es porque uno puede ser otro. Hasta que ese otro se constituye en uno y hay que rajar. Yo pienso eso cuando viajo. Otros piensan en las fotos que van a subir a alguna red social y eso me provoca el llanto. Tengo la lágrima fácil para esas cosas.
      ¡Fuerte abrazo!

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  2. A mi me gustó "tu historia nueva de todos los días" y me gustó el relato amargo y me gustó Sandro.

    Siempre me gusta Sandro.

    Un placer haber venido amigo!

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    1. A mi me gustó que hayas pasado, Magah.
      Cosa que no dije en tu última entrada: me inspiró, luego de leerla, el relato anterior a este. Es decir, tenía la idea rondando, lo había presenciado el día pasado pero necesitaba un impulso más, un centro creador. Fue el tuyo. Muchas gracias por ello.
      Espero que sigas viniendo. Más que bienvenida. Y, claro, que sigas escribiendo. Hace rato no lo hacías.
      Besos.

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