jueves, 11 de julio de 2013

La máquina me lo pide

Todos se miraban, detrás de las ventanillas. Algunos, bajaron sus vidrios para prender un cigarrillo o dejar que su música se escuchara o para ambas banalidades. Exacerbados, miraban sus relojes digitales y aceleraban sus autos, pensando que se perdían de algo. Estaban ahí, no sabían qué ni cómo.
Para empezar y darle un contexto, tomaré un caso particular.
Luis estaba bañado desde temprano. Había ido a jugar a la pelota con los amigos, tomaron algunas cervezas, hablaron de juntarse a la noche, se bañaron juntos en los vestuarios, le pidió crema de enjuague al goleador de la tarde, se secó, guardó su ropa traspirada, se perfumó y salió limpio hacia su casa. El auto, claro está, estaba casi tan limpio como él, excepto por unas pinturas de barro y agua cerca de las ruedas pero ello no salía de lo normal, del andar cotidiano.
Pasaría, pensó, a buscar a su novia. Bueno, no era su novia, era la chica con la cual estaba saliendo hace un tiempo pero él veía prosperidad en la relación. Entonces, pasaría a buscar a la chica con la cual estaba saliendo e irían a pasear por esa avenida donde comulgan todos los jóvenes con amigos, autos y minas despampanantes, para dirigirse a la zona de las discotecas, de los bares, de la música.
Antes, Luis, en su casa, dejó el bolso con las ropas sucias. Su padre estaba tirado en la cama matrimonial, haciendo zapping en la vida, en el televisor también. Su madre, miraba, desde la cocina, un programa sobre cocina donde enseñaban una receta que jamás haría. Iba por su tercer vaso de vino tinto, puro, malbec. Luis comió lo que encontró: una lata de picadillo de una marca extraña y barata, galletitas de agua húmedas, dos sándwiches de salame y queso con dedos de mayonesa, una empanada de pollo fría y una mandarina ácida. Antes de salir, se lavó sus dientes, se perfumó aún más y besó a su madre. En su camino hacia la salida, se devolvió al baño para arreglar un mechón de pelo y gesticuló un saludo en el aire hacia los ronquidos de su padre.
Desde la vereda y, luego, desde el asfalto, inspeccionó a su flamante auto nuevo. Lo tenía hace unos meses. Todavía persistía el suave olor al estreno del cuero y hasta se podía comer desde el propio motor. Él solo lo había manejado y esperaba los fines de semana para usarlo y pasearse por cualquier lado con esa chica nueva con la que andaba. Las horas en el estudio jurídico valían la pena. Toda la semana esperando que llegue el viernes, el sábado, la gloria del descanso para poder hacer algo más, ser alguien más. No importaba las cuotas que tenía que pagar o los excéntricos gustos por las bebidas que tenía esa nueva chica con la que andaba. Él sabía que era envidiado, visto por los otros como un ganador, un tipo que había hecho uso de la movilidad social y se abría hueco en el paso hacia nuevas degustaciones.
Luis bien lo sabía: a él le había tocado envidiar a otros antes. Otros que se hacían de las mujeres más lindas y pasaban dando música a todos con sus autos nuevos. Él, Luis, bien lo sabía: contaba las monedas para viajar en colectivo y pagar la entrada a algún boliche, agradecía como en una procesión a la Meca si podía invitarle algún trago a alguna chica. Pero ahora la situación era distinta y Luis bien lo sabía: él tenía el auto, él tenía a la chica, él tenía la plata para invitar tragos.
Así fue que pasó a buscar a la susodicha. Regodeante y sin bajar o detener el auto, hizo sonar su bocina para que ella, flamante, desgastada, sin olor a nuevo, haga estallar los tacos de sus zapatos negros contra el piso. Las tetas parecían reventar en el escote. El culo, el culo merecía una carta más de los Corintios en la biblia, una carta sólo dedicada al culo. Rubia hasta donde se podía ver, masticaba un chicle sin gusto. Se subió al auto, sonrío, tapó el olor a nuevo con un perfume ridículo y besó a Luis. Acelera, dijo. Y se arregló los labios en el espejo retrovisor.
En los semáforos, Luis cambiaba las canciones y aumentaba el volumen. Los vidrios vibraban y los autos chiquitos, dentro de los espejos retrovisores, parecían saltar en un terremoto de melodías electrónicas. También, aprovechaba para ir actualizándoles su ubicación a los amigos. Todos estaban más o menos a la misma distancia del lugar de encuentro.
Desde la butaca del conductor, Luis podía notar la mirada atenta de adolescentes esperando el colectivo y abrazando a sus novias adolescentes que querían subirse al auto a pasear un poco y no estar bajo las inclemencias del clima. También, Luis podía observar como las mujeres de otros autos lo miraban y como los maridos de esas mujeres miraban a la chica con la que Luis estaba saliendo. Y se sonreía.
Finalmente llegaron, acelerando, cambiando la música, haciendo estallar los vidrios en ritmos diversos. El chicle de la rubia seguía aún sin sabor y seguía aún siendo mascado. Todo adentro del auto estaba oscuro, a excepción del sistema de reproducción que brindaba un espectáculo de luces. Sin embargo, lo que iluminaba el rostro de la rubia era su celular con destellos de nuevos mensajes, a los cual contestaba apretando los dientes y conteniendo carcajadas.
Y ahí fue en que notó que todos se miraban, detrás de las ventanillas. Que algunos habían bajado sus vidrios para prender un cigarrillo o dejar que la música se escuchara para los demás autos o para ambas banalidades. Consultó la hora en reloj digital y aceleró el auto. Estaba ahí, sus amigos también, bajo la misma situación. Nadie podía avanzar. Era una masiva marcha de autos estáticos, con música electrónica o caribeña, con mujeres emparchadas y otros añorando transportar a alguna. Jóvenes que aguardaron la salida del fin de semana desde siempre, atrapados, allí, presos de sus propios vehículos que compraron, motivados por la propaganda de ese muchacho musculoso que maneja en libertad, el pelo al viento, la sonrisa a la vida.
Nadie sabía bien qué había pasado ni cómo. Se comenzaron a gesticular escenarios tales como un accidente automovilístico o quizás maniobras del tren en el paso nivel. Probablemente hubo algún tipo de contingencia en el hospital, perjudicando el normal recorrido de los conductores. Excesivos controles por parte del estado acerca de la regularidad de papeles o el consumo de alcohol. El embotellamiento también puede haber sido provocado por la facilidad al crédito y el viraje cultural-emocional de la juventud hacia los autos y las trescientas cuarenta y nueve cuotas que les quedan por pagar por ese vehículo paralizado.
Las horas pasaban. Los besos ya se hacían más escasos y las exigencias de la rubia se iban acrecentando conjunto a sus reiteradas quejas. Motivado por una regla psicológica de campo ambiental, Luis notó, en un plano inconsciente, que el tono de voz y las gesticulaciones de la rubia eran similares a las de su jefa, en el estudio contable. De tal forma, recordó que pronto se avecinaba el lunes, que pronto tendría que correr por doquier guiado por caprichos de otros. Y que ese momento que todo hacía que valga la pena, se estaba esfumando en los caños de escapes no ecológicos.
Sin querer, como pasa la mayor parte de la vida, el tiempo se fue sucediendo. Destellos de luz del día se hicieron presentes. Otros jóvenes coparon las paradas de colectivos y taxis, en busca del retorno al hogar. La música fue bajando su marcha y las colillas de cigarrillo eran pisadas por todos, sin distinción alguna.
De pronto, el tráfico cedió como la piel de Cristo ante la lanza del destino. Y Luis pudo acelerar, pudo poner primera, segunda, tercera, cuarta, frenar y dejar a la rubia en la puerta de la casa. Aún conservaba entre sus premolares ese primogénito chicle. Hubo sólo un beso insípido de despedida, como de burocracia. Y se apresuró en entrar al domicilio.
Luis llegó a su casa. Entro el auto con cuidado y lo tapó, casi como arropando a un niño. Su padre estaba en la cocina, calentando una pava para el mate. Su madre dormía y se enredaba en las sábanas desgastadas. Luis cayó rendido sobre su cama sin hacer. Se durmió pensando en cuánto tiempo faltaba para el próximo fin de semana, para volver a hacer lo mismo. El auto se había portado bien.

6 comentarios:

  1. Y sí, no me cabe duda que ese tipo de imágenes te haga ruido en la cabeza. Mucha gente se rompe el culo (bah, hoy día ya no tanto) para tener sus trofeos, sus guirnaldas, su oropel. Sólo son disfraces para tapar el miedo, más que todo del miedo a no agradar. Todos quieren agradar. Necesitan ser agradables y agradados.
    Una cosita, a mi me hizo ruidito lo de la crema de enjuague. Luis es caniche, de acá a Paris! (y el que le prestó la crema tb)
    La frase que da para enmarcar es: El culo, el culo merecía una carta más de los Corintios en la biblia, una carta sólo dedicada al culo. Y tal vez por eso uno las termina bancando, buscando y hasta adorando.
    Y antes de terminar me quedé pensando en lo siguiente: raro que un tipo como Luis se sienta "winner", cuando vive con los viejos. Es fácil ahorrar cuando la ropa te la lava la vieja... No sé...uno recuerda la conversación de HD en lo de Clara y se queda pensando en lo que es ser "hombrecito", no? Abrazo!!

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    1. Y todo hace a la imagen: la crema enjuague, vivir con los viejos, las cuotas que le quedan, faltó la camisa ligeramente desabotonada, zapatos blancos, esas cosas. Convengamos que el "semental" actual vive de una imagen un tanto repudiable. Y ahí entra el canichismo. La metrosexualidad, buena o mala, es de caniche.
      Y el culo, uf, me lo diagramé en la cabeza como esos culos de promotoras de tc, que explotan en pantalones de cuero, como si el sol brillara a partir de ellos y no al revés. Y por eso uno las termina bancando, buscando y hasta adorando.
      Ahora bien, confieso que no recuerdo la relación a establecer entre la conversación de HD y la historia.
      Fuerte abrazo!

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  2. Todo un dispositivo puesto en marcha para generar... bueno, no vamos a andar con definiciones, la machĭna ha funcionado.
    Caer bajo el influjo de diferentes máquinas es inevitable, lo importante es que haya un valor que sea disfrutado por un sujeto, no por el sistema.
    Me gustó el clima del relato, en momento me pareció que la realidad iba a caer en una especie de vórtice ignoto, pero no, al final triunfa el automatón.
    Perdón, creo que hoy estuve demasiado técnico, por no decir insustancial.
    Un abrazo.
    HD

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    1. Los tecnicismos son necesarios y hacen a la sustancialidad. Claro, el exceso puede que no.
      Por otro lado, acaso cuán frágil es la línea que divide el goce de disfrute del destructivo. Asimismo, cuán frágil es la linea que divide el hombre de la máquina, cuándo uno es uno en estos casos.
      Y, claro, la funcionalidad de la historia también nos carcome un poco.
      Fuerte abrazo.

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  3. Insustancial es la vida de Luis, Humberto. Yo también espero los fines de semana para estar más tiempo con mi hijo jajaj.....pero eso no implica que trate de pasarla bien TODOS los dias.
    La atracción por los objetos caros ( rubias o de 5 velocidades) es muy fuerte. Alguna vez estuve enredado en esa banalidad.

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    1. Insustancial es la vida. Claro, sustituimos dos palabras y somos nosotros. No hay rubias en la vida, habrá fin de semana en la costa. No hay auto, será ir a la cancha a mirar el partido de espaldas. Y así.
      Lo cual no podría decirse lo mismo acerca de un hijo. Ahí uno es otro, otro cuento.
      Y los objetos caros, bueno, son banalidades. Pero qué gusto, Dany, qué gusto. Y seremos banales. ¡Qué le vamos a hacer!
      Fuerte abrazo. Gracias por pasarte estos días y acordarte de este humilde servidor.

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