jueves, 25 de julio de 2013

Píldoras de colores

Bien sabía que debía escribir esto pero me rehusé hasta que la conciencia no me lo permitió más. Cuando alguien se atreve a escribir es porque hay algo dentro de sí que no puede quedarse más adentro, que quiere salir, que necesita irse y ser otra cosa. No sé bien cómo definir esa sensación, es una fuerza particular que exige ser liberada pero que  no sabe bien de qué. Así, uno se toma el pecho, quizás el estomago, probablemente se muerda la lengua o estire las cervicales. Molesta, sí, a veces molesta porque, así como los sueños, el significado no tiene un exacto significante. Las palabras no tienen relación con lo que uno quiere decir (siquiera no con las pocas palabras que uno pueda llegar a saber).
La cuestión es que aquella noche hacía calor. Era joven y la humedad del viento refrescante se cristalizaba en mis labios. Es notable, aún, que al recordar se sobrevienen frente a uno las distintas sensaciones del contexto. Recuerdo el olor a pasto siendo acariciado por las primeras gotas de rocío. Los autos distantes que pasaban indiferentes por la avenida principal, a largas cuadras de la casa. Las copas de los árboles siendo sinceras con la noche y en eterna danza de sombras y susurros.
Solíamos pasar los fines de semana en la casa quinta pero esta vez debíamos de estar algún tiempo más como de vacaciones, o siquiera eso me habían dicho mis padres.
Rondaba yo esa dulce edad donde uno desea fervientemente alejarse de sus progenitores aunque no tenía el visto bueno de la responsabilidad y era sometido a las órdenes de mis padres tal si fuera un niño de seis años. Sin embargo, realizaba distintas maniobras para eludir su atención, en especial la de mi madre. Ser hijo único no era ventajoso en estas circunstancias. Mi madre estuvo todo el tiempo detrás de mí repitiendo que no me aleje de la casa, que no corra por el florido jardín, que no me exponga a los punzantes mosquitos o cualquier actividad que la vida al aire libre podría brindar.
En cierta ocasión, no contuve mis deseos de hacer jueguitos con una vieja pelota en el patio, acompañado por bichitos de luz y la semblanza de una luna llena como reflector del campo de juego. Lamentablemente, mi madre escuchó que me escapé por la ventana de mi habitación y, alertada, gritó enfurecida, entre llanto y desgarro, que dejara ese juego, que entrara y que haga caso una vez por todas. En ese momento, Señor, cómo olvidarlo, me abrazó y se arrodilló y siguió abrazándome por las rodillas. Humedeció mis pantalones cortos que solía usar de pijamas con lágrimas que brotaban de sus ojos. Fue allí, en el porche de maderas corroídas y de ventanas francesas hasta el piso, donde me confesó que pasábamos el tiempo allí por orden del médico, que papá estaba enfermo y que debía alejarse de la ciudad por un tiempo. Dijo, además, que me necesitaba, que coopere, que no sabía ella bien qué hacer.
Recuerdo haber tomado por los hombros a mi madre con total decisión, reconfortándola, diciéndole que todo iba a estar bien. Ella intentó recomponerse, siquiera para el cuadro familiar. Entramos a la casa y papá estaba en el comedor, inmóvil, con la mirada perdida y la radio indescifrable por la falta de señal. Parecía no mirar nada y mirarlo todo. Sólo atiné a encogerme de hombros y agachar mi cabeza. Corrí, con lágrimas y congoja, a abrazar a papá. Se hace presente en mí el olor a lavanda de su camisa siempre bien planchada y hacia adentro del pantalón, siempre armada con un atado de cigarrillos Colorado. Cerré los ojos buscando ocultar las lágrimas mientras los sonidos de llanto recorrían la casa, como guturales, emergiendo desde los cimientos mismos de la construcción.
Sentí la mano por sobre el hombro derecho, queriéndome desapegar del eterno abrazo. La enfermera, tan linda y tan rubia y tan joven, me brindaba su sonrisa de ensayo, pidiendo que deje de abrazar a aquel roble macizo y floreciente. Dijo que debíamos volver a la residencia, que ya era hora de la medicación.
Y por eso estoy aquí, ahora, luego de haber jugado con las píldoras multicolores y volcándome estas, quizás, últimas palabras por doquier. De todas formas, algunos doctores ya han venido a felicitarme por mis memorias (al parecer, ya algo había escrito anteriormente). Le explico a uno de ellos que tiene la cara casi de un niño, tal vez un residente, que siento que puedo mirarlo todo y nada al mismo tiempo. Me acaba de contestar que es parte de la esquizofrenia, que ya las píldoras están a punto de comenzar a funcionar.

6 comentarios:

  1. Y siguen los cambios. Más que cambios diría que son capas, que sí, lo cambian a uno, pero porque gracias a estas capas de letras, a uno le va aumentando el espesor literario. Una bienvenida brisa de frescura en tanta pelotudez generalizada. Y ya me lo llevé...Pregunta: me imagino que estarás haciendo un back up en un pendrive o algún otro soporte que no sea Blogger y tu PC, no?...Abrazo!

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    1. Bueno, Ato, considerate parte de todo esto. Es decir, las críticas, los halagos, esto de llevarte links, incita a la mejora, al ver que lo que uno hace y, más que hacer, siente, es compartido por alguien más y reaparece como despertando sentimientos o expresándolos. Eso es mágico.
      Y no, no lo estaba haciendo pero justo me compré un pendrive y ya arranqué. Es cierto, no me tengo que fiar de blogger capitalista.
      ¡Fuerte abrazo! Y nos estamos viendo en estos días.

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  2. Coincido plenamente con Torrante; hace un tiempo atrás cada entrada estaba inundada de una gran melancolía, del mismo agobio a la rutina, como si hubiese algo que te impidiera relajarte, salir de eso.
    Se percibe todo lo que creciste escribiendo, quizás porque te permitiste ingresar en el multifacético mundo de la literatura de un modo diferente.
    Así que lo mejor, los cambios, un desafío.

    Crudo y queso, Diego, crudo y queso.
    Un abrazo

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    1. Lucía. No estás al margen del crecimiento, ojo. Vos me alentaste mucho en esto y, bien lo sabes, lo agradezco eternamente.
      Siempre recaeré en la rutina, de una forma u otra. La idea es cambiar los modos. Esas pequeñas trampas que dejan engañar la vista y pensar que todo es distinto cuando no lo es. Entre nos, sólo será diferente cuando uno sea otro. Y, en ese momento, ya no va a importar lo que importa.
      Esa milanesa no está cortada, Lucía.
      Un abrazo enorme.

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  3. Parece que la locura tiene ese no se que, viste?...como esa luna rodando por Callao tal vez intoxicada con píldoras de colores.

    Inspirador, amigo!

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    1. Esa canción la escuché de chico (aún más) y me encantaban las imágenes que transmitía: un tipo saliendo de atrás de un árbol, gritando que está piantao, la luna rodando por Callao (particularmente, me la imaginaba saliendo del Congreso hacia el lado de Corrientes), y todo eso. Más luego, capté la locura del hombre, de la canción, de las pausas, de la rapidez del fraseo, de la entonación, de los silencios. El tipo se moría de amor. Estaba loco de amor. Como lo es amar. Serían lindas las píldoras de ese tipo.
      Gracias por el verbo.
      Le dejo un lindo abrazo.

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