sábado, 27 de septiembre de 2014

Tripalium

Nunca nos habían querido llevar de excursión en el colegio. La explicación era sencilla: no podían garantizar el bienestar de todos los alumnos. No éramos peligrosos pero cuando algunas mentes se juntaban, bajo las circunstancias debidas, podían producir escándalos. Tal es así que mi madre se ha visto envuelta en distintas explicaciones ante directivos de la institución acerca de mis comportamientos. Ella luego me preguntaba, aunque ahora pienso que se lo preguntaba para sí misma, cómo era posible que haga todas aquellas maldades siendo que, cuando estaba solo en casa o me dejaban en casa de la abuela, no tenía más caprichos que los comunes a todos los niños. Continuaba ella, con la mirada triste, por qué no fui más como mi hermana que me llevaba dos años y que devoraba libros tras libros y que podía hablar con los adultos como un par más entre ellos. Yo le contestaba a madre que Corina no sabía nada de nada, que jamás supo treparse a un árbol o conocer cuáles son los verdaderos escondites en la quinta del abuelo. Mamá sonreía en esos momentos pero luego se angustiaba al notar que las agujas del reloj avanzaban y que papá llegaría en cualquier momento y tendrían que hablar sobre la cita en el colegio o alguna amonestación en la libreta de comunicados. Mi padre era un hombre rudo, criado con indiferencia y distancia de su propio padre, acostumbrado a guardar silencio y emitir las palabras suficientes en cada momento. Tenía la mirada constante y fría, certera, velada para aquellos que la observaran. Madre temía que llegara porque ambos sabíamos lo que iría a suceder. Y para mí, eso era lo peor. No importaban los azotes o los puñetazos sino aguardar todo el tiempo aquel que transcurría entre saber que iba a ser reprimido y el impacto del primer golpe. Era allí donde la mezcla de ansiedad, angustia, arrogancia, tristeza y dolor se entremezclaban en la penosa espera; una vez que llegaba la primera trompada o el látigo del cintazo, era cuestión de aguantar un poco, ahogar las lagrimas y morderse los dientes para no gritar. Las heridas se curaban, eso no me preocupaba,
Pero un día, cierto día, la maestra se paró frente al curso entero, un aula repleta de veintiséis varones que aún no llegaban a la pubertad, para anunciar que iríamos al museo de ciencias a visitar una exposición. La excepción se debía a que, por unas semanas, estaría a vista de todos unas reliquias egipcias que provenían del british museum. Todos comenzaron a festejar porque un día de excursión significaba no ir a clases y poder jugar a la pelota en alguna plaza del centro. Cuando se lo conté a mi madre, pude distinguir en su rostro una mueca de amargura, a la cual respondí con la promesa de que me portaría bien.
Llegado el día, hice todo a mi alcance para evitar problemas y, a decir verdad, no fue muy difícil. Quedé fascinado con aquella exhibición. Estatuillas de oro, acre, arcilla, adornadas con colores de la gama del azul, cientos de dibujos que en realidad tenían un significado como las letras que nos enseñaban a escribir. Nos hablaron de algo que llamaban mitología y nos reímos de los dioses con cara de perro o cabeza de halcón. Pero algo llamó mi atención más que otras cosas: en el centro, se encontraba un ataúd con alguien muerto y vendado dentro, y más allá, junto a un rincón poco iluminado, se sucedían una serie de esculturas de igual forma que el sarcófago pero de unos treinta centímetros de alto. Eran todas iguales, con inscripciones, donde algunas cargaban con unas bolsas y otras con una especie de palas y canastos. Parecía un ejército de muertos, iguales, indefensos pero listos para toda acción. Una especie de letrero negro con letras blancas decía que eran Ushebti y que contenían espíritus que trabajarían para la persona del sarcófago en la otra vida. Ello quería decir que su razón de ser era trabajar para alguien más. Ese razonamiento quedó resonando en mis pensamientos y decidí guardarlo para contarle a papá tan pronto llegue a casa. Asumí que se pondría orgulloso de mí que haya aprendido y llegado a un razonamiento, y que le contaría a mamá para que no se preocupara que no leyera tanto como Corina porque podía saber igual que ella cuando yo quisiera.
Al llegar a casa, corrí directamente a brazos de mi madre y le conté lo bien que me había portado y que había conocido a una niña de otro colegio con los rizos dorados que rebotaban en sus hombros y que su risa resquebrajaba ese silencio espantoso del museo de ciencias; también le pregunté cuándo vendría mi padre para contarle lo que vi en el pabellón egipcio. Ella me miró, mientras revolvía una olla hervida, y acarició mis enredados cabellos. Dijo que podía salir a jugar hasta que este la cena pero que antes me fijara cómo estaba Corina en la habitación. Renegué de este último pedido de mi madre porque pensé que Corina estaba haciendo todo lo que hacía para fingir y escaparse del colegio, pero tuve que ir de todas maneras a ver cómo estaba. La encontré acostada, con el pijama aún puesto y leyendo de un libro grande como todo su pecho. Estaba más pálida que lo habitual y corría las páginas con pausa y sin fuerzas. Pregunté cómo estaba esperando que ella haga lo mismo y contarle acerca del museo de ciencias; sólo contestó que se sentía débil y que no la moleste. Al instante, me enojé con Corina por ser tan egoísta como era, aunque no entendía bien lo que quería decir esa palabra, y cerré de un golpazo la puerta para bajar corriendo por las escaleras y darme a la calle. Mi madre gritó para que dé explicaciones de por qué reaccioné así pero era demasiado tarde: ya había cruzado el umbral de la puerta. Corrí hasta la esquina a buscar a los muchachos pero la calle estaba desierta. Oí risas y crujidos de bicicletas a unas cuadras de distancia y decidí dirigirme hacía allí. Sin embargo, mi plan se vio truncado al encontrar a mi padre cruzando la calle. Me tomó por la solapa de la camisa, conduciéndome así hasta la casa. No medió palabra alguna conmigo. Noté en sus manos el olor a tierra y aceite que, por más que frotara sus dedos con agua y thinner, permanecía allí impregnado en la piel debajo de las uñas y en los pliegues de las articulaciones. Soltó de mi solapa una vez que estuvimos dentro de la casa y sin hablarme señaló hacia mi cuarto para que me encierre allí. Nuevamente se arrimaba esa agonía hasta que lanzara el primer golpe. Llegué corriendo a la habitación mientras papá hacia lo propio detrás de mí. Abrió la puerta para luego sacar su cinturón del pantalón que comenzó a deslizarse de su cintura hacia abajo. Sólo me golpeó dos veces en la espalda y se marchó. Aguanté los golpes sin botar una lágrima para luego quedarme sentado en mi cama, observando la marcha lenta de mi padre hacia el cuarto de Corina. Pude escuchar que la saludaba con un beso y que conversaron un poco sobre algo que no llegué a percibir. Escuché un nuevo sonido de labios que quizás papá le habría dado en la frente a Corina como solía hacerlo al despedirse de ella. Luego, reapareció en mi habitación, de frente, erguido debajo del marco de la puerta aún abierta. Lo encontré gigante, ocupando la abertura con su espalda ancha y los hombros huesudos. Sin embargo, lo noté no tan recto como siempre, estaba medio encorvado y las venas de sus manos no resaltaban como solían hacerlo. Tenía una mirada cansada, no aquella intimidante de siempre. Su respiración se entrecortaba y hasta se podía oír los murmullos de los órganos dentro de sí. Sin decir nada, se marchó hacia la cocina donde estaba mamá y hablaron entre ellos. Por mi parte, el cansancio del día me venció y me recosté en la cama hasta que el ruido de la puerta principal de la casa me despertó súbitamente. Corrí hacia abajo, aún en la vigilia de los sueños, y encontré a mamá sola en el comedor. Pregunté dónde estaba papá para contarle sobre mi día pensando que con ello podría recomponer lo sucedido pero mi madre me respondió que fue a trabajar nuevamente, que papá aún no ha descansado.



2 comentarios:

  1. La curiosa paradoja de un hombre que se quita el cinto para golpear a un niño es que es probable que sus pantalones queden a la altura de los tobillos, la misma altura necesaria para que algún otro golpeador de niños se la ponga por atrás. Ni hablar del puñetazo. Después se preguntan porqué los hijos ya no lo visitan. Y triste labor la de una madre que por temor o vaya uno a saber qué, no interviene. Muchas historias dentro de una, pero me quedé con esa. Abrazo!

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    1. Exacto. Son muchas historias. Hay una media escondida que, para mí, tiene que ver en la relación padre/hijo. Pero el encuadre es el trabajo, como no podría ser otra cosa para un tipo como uno.
      Le devuelvo el abrazo.

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