viernes, 21 de septiembre de 2012

Sos mí ídolo

El número de teléfono que apareció en la pantalla de mi móvil no tenía similitud a ningún otro. Eran muchos unos apilados, uno detrás del otro, como un código binario sin muchas esperanzas.
La voz de un muchacho, de un joven, comenzó a traspasar el cable telefónico hasta poder llegar a oírlo. Las maravillas del mundo. Maestro, me dijo, perdón que ose en llamarlo de esta manera pero necesito hablarle, pedirle un favor. Jamás me han molestado las solicitudes en cuanto las pueda cumplir pero la categoría de maestro me sentaba muy grande y no puede evitar corregirlo. Mirá, llamarme maestro me parece una categoría que me sienta muy grande y no puedo evitar corregirte, le dije, pero contame, qué puedo hacer por vos. El joven comenzó a reír, a sonreír, se le notaba en la pronunciación de las erres, de las tés también. Empezó a balbucear que estaba estudiando periodismo y estaba por recibirse, a punto de terminar una tesis. Pero, para ello, precisaba de una entrevista profunda con un personajes interesante de nuestra cultura. Me había elegido a mí.
Sin siquiera saberlo, noté que la sociedad, el conjunto y sus representantes, me habían declarado personaje ilustre de algo. Nunca lo supe, nunca hubiera imaginado tamaña equivocación. Le pedí un momento al muchacho, que se había presentado como Pablo, para poder pensar en qué habré hecho para semejante mención. Tal vez inventé una cura o una vacuna para algo; un deporte, es posible que me haya destacado en alguna disciplina, probablemente haya lanzado un pancho con papas por los aires, ciento treinta metros, no sé, establecer un récord; o habré escrito algo, algo lindo, presentable y destacable. No, eso último no podría ser, seguramente fue lo del pancho.
Agradecí a Pablo por su reconocimiento, le dije que lo que hacía era por él, que sólo su opinión vale. Me agradeció y, apurado por un teléfono público que demandaba monedas que no tenía, me llegó a alcanzar a decir que me esperaba en una esquina de Palermo, que él estaba dispuesto a invitarme a almorzar. Accedí sólo ante una condición. No pensaba ir a Palermo a comer. En Palermo no se come, se aparenta. Le pedí que asistiéramos a un bar en La Paternal, un bar donde se amalgaman hinchas de Atlanta, donde hay cuadros colgados en la pared de futbolistas que hoy en día trabajan en la recolección, donde también se sigue sirviendo un vaso de vino o una ginebra. Quedamos a las seis ahí.
La Paternal sigue siendo uno de esos eternos barrios que, por más que formen una unidad de la capital, todavía no perdieron esa identidad, esa esencia donde las calles tranquilas que se alternan en mano y contra mano, decoradas por árboles bajos y canastos de basura individuales. Pablo estaba apoyado sobre uno de ellos, justamente. Me estiró su mano temblorosa y me agradeció la presencia. El chico, al parecer, jamás había estado en uno de estos lugares, a juzgar por sus ropas, por su elegante suéter luciendo una marca importada, sus zapatos brillantes y su aspecto de inmigrante de barrio norte. De todas formas, era notablemente amable y lo invité a pasar al bar. En ocasiones, el bar es la casa de uno, es más que la casa también. Es la reunión de todo lo bueno, de todo lo malo que cada quien sustenta. Así, Pablito (como luego me gustó llamarlo) se asustó con la primera impresión de viejos resistiendo contra el cansancio de la bebida, disputando partidas de juegos de cartas que parecen que nunca han de terminar, que nunca comenzaron y que siempre jugarán. También, se llevó una sorpresa por una pareja que se prometía amor al lado de una ventana, en la esquina luminosa del lugar. Luego, además, estaban unas viejas prostitutas de la zona que, regularmente, venían al bar por las instalaciones sanitarias, a veces por piedad. Pablito se sentó en una mesa, tocando a tientas la mesa, la silla, sabiendo que mirando de la forma en que miraba estaba mal pero no podía hacerlo de otra forma. Por eso, al sentarme, le pregunté a Diego sí estaba bien que me quedara a acá, si no incomodaba a los demás, porque, al juzgar por las caras de los parroquianos, mi visita  no parecía ser grata para nadie, más con mi actitud sobre protectora con el grabador y mi manera de encoger los hombros cuando me sentía amenazado. Es decir, tampoco ayudó al clima el haberme pedido un agua sin gas y pedir que me cambien el vaso que trajeron por primera vez pero yo no podía tomar de ahí, era imposible, una vez que uno comienza a conocer a lo que se expone, se pone más meticuloso, menos tolerante, como esos enamorados errantes sin destinos para su amor que van protegiendo su corazón para nunca más salir lastimados.
Le dije a Diego que no iba a tardar mucho toda esta cuestión, que le agradecía enteramente su tiempo y que estar sentado a su mesa era un prestigio de muy pocos. Luego, tomé mi vaso de whisky para ver cómo Pablito encendía el grabador y revolvía unas hojas de un brillante anotador. El chico estaba preparado pero primero quise saber por qué me había elegido, qué le inspiraba para que su tesis, su trabajo, se basara en mí, alguien tan poco interesante, capaz de resumir su vida en una carilla. Pablito contestó que unos escritos míos se habían colado en apuntes de una materia de la facultad, de una materia optativa y que le llamó la atención que haya arrojado un pancho con papas más allá del largo de una cuadra. Que esa combinación entre un intelectual y un ¿atleta? le generaba una cierta admiración. Yo no podía dejar de hablar. Sí bien él no era para nada conocido, el estar con la persona que uno siente como guía, como un padre desde las perspectivas creativas, es un atropello para el alma, no estamos humanamente preparados. Por eso le pedí disculpas a Diego, por la prepotencia, por el sobresalto frente a la interacción. Él bebía su whisky mientras buscaba contar los porotos de los viejos que jugaban al lado, quería saber cómo iban para poder colarme en el partido en algún punto. Se lo iba a proponer a Pablito, pensé. Me parecía oportuno que el pibe pueda jugar una partida de truco, aprender de la vida en la mesa de un bar. Sin embargo, una palabra me quedó boyando sobre lo que dijo. Admiración. Yo no podía se producto de admiración de nadie. Soy todo lo contrario al ejemplo, pensé. Y me puse a charlar con Pablito al respecto.
Le comenté que la admiración es el sentimiento más lejano al razonamiento, que no me parecía sano para él que me tenga como referente, que las cosas cambian. Pablito sólo escuchaba. Le dije que todo es relativo, nada es para siempre y, luego, se refirió, como ejemplo, a algo sobre el amor que pude entender cuando hice la desgrabación de la entrevista. Diego tosió por el cigarrillo y curó su voz con un tinte de whisky para abrirse paso en una de las declaraciones más pertinentes y necesarias que he escuchado. Le dije algo sobre que el amor no existe, que el precepto cambian continuamente, que no es lo mismo amar por primera vez que luego, que el desgaste, la cotidiana lucha y derrota con la realidad que va quebrando los sueños y uno se empieza a conformar, a adaptarse a lo que la vida tiene para dar, entonces el amor ya cambió, ya no tiene ilusiones, fantasías, intenciones; el amor termina siendo lo que hay, lo que se puede. Pablito se emocionó, lo pude ver en sus ojos, escondidos detrás de dos lentes, de sus anteojos.
Continúe y le dije que aquello que uno precisa para amar a los diecisiete años no es lo mismo que usa para amar a los treinta, a los cincuenta, que ayer a la tarde. Que eso también pasa con los ídolos, con aquellos a quien uno destina su admiración, uno va cambiando, en este caso, mejorando en la elección, me dijo. Diego me contó que en un principio leyó a Fontanarrosa por historietas pero luego eso no le alcanzó. Y así le dije a Pablito que estaba bien que me haya leído pero sólo una vez, que tenía que avanzar, que podía conseguirse algo mejor a la vuelta de la esquina o en cualquier rincón de este bar, donde la vida se aprende, se yuxtapone y no descansa.
Pablito se fue dándome las gracias, prometiendo todo eso que se promete en la juventud, cuando imperan los sueños. Más luego supe de él. Triunfó como periodista, lo veo seguido en las noticias en perpetuas discusiones con colegas con la misma chispa en los ojos que cuando lo conocí; también lo veo seguido en el bar a Diego, en la misma mesa, me hice parte del dibujo de tan dicha comedia. Ahora pido whisky con él, en ocasiones le convido un truco. Primero está el envido, Pablito, siempre hay tantos para el envido.



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2 comentarios:

  1. Me hizo recordar a otro Diego, que en el otoño de su vida ilustre se hizo famoso por una frase: "La tenés adentro" Y pensar que en una época había compartido una mano con el Barba pero el pie izquierdo, ambos tal vez, con el Diablo. Supe que hasta tuvo una grey religiosa. Es así la cosa, la fama puede ser efímera más la idolatría de algunos eterna. En cuanto a su visión del amor, es muy joven para pensar así. Siga con la ilusión un rato más, un buen rato más. Tal vez el amor eterno sea esquivo, pero no se de por vencido, ni aún vencido. Abrazo!

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    1. Ato. Sabés que esto tenía otra connotación, quería decir otra cosa, pero me perdí. Perdí el hilo en la narración, en lo que verdad quería decir.
      Es muy cierto lo que decís de la fama/idolatría. La fama no elige al destinatario, la idolatría sí.
      Con respecto al amor, sí, lo sé. Sin embargo, le debo de confesar, es menester decirlo, que a la hora de buscar, de encontrar, sigo soñando como con el primer beso, las primeras muestras de afecto. Al mismo tiempo, el paso del tiempo, la semilla de la experiencia en uno y la educación a la cual nos aprestamos, va construyendo conceptos, también caminos que queremos recorrer. Así, elegimos cómo amar, qué buscar, con qué jugar. Es mucho más lindo, por momentos, esto también. El preparase para amar, a partir de las complejizaciones que uno va formando con sí mismo, es un tema que no profundicé pero es precioso, es con lo que contamos.
      Te paso por mail algo. Mirá.
      Fuerte abrazo, Ato.

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