jueves, 27 de septiembre de 2012

Yo no soy quién soy

Soledad acomodó sus rubios cabellos detrás de las orejas, intentando quitar, en vano, parte de sus suaves y delicados mechones que se posaban sobre su frente y sus ojos. Los últimos rayos de luz del día otoñal que entraban por la ventana del bar, se posaban sobre su mirada y sus sonrisas, dando, así, finos destellos de eternidad. Soledad estaba feliz, yo sentía que ella estaba feliz.
Nos habíamos conocido hacía pocas semanas, quizás algunos meses, un año, no lo sé. Coincidimos en una librería, en uno de esos locales de avenida Corrientes donde cualquier libro está diez pesos. Ella me confundió con personal del lugar y me solicitó una recomendación. Me dijo que quería sorprenderse, quería dejarse atrapar por un libro, que sea de un escritor argentino y que, sobretodo, ella necesitaba sentir el deseo de no querer que el texto termine jamás. Le recomendé uno de Bioy Casares, el sueño de los héroes. Gentilmente, le pedí que lo abonara por la caja y me despedí. Caminé dos pasos para acomodar unas enciclopedias y recordé que yo no trabaja allí y que debía interpelarla para informarle sobre ello, pedirle una oportunidad. El resto, es historia. Intercambiamos números de teléfono, pareceres oportunos y banales, cada uno su vida, prometimos coincidir en otra oportunidad.
La llamé, luego, a los tres, cuatro días y arreglamos para vernos. Fuimos a un café ubicado en la calle Reconquista, en una esquina. Me contó que trabajaba por allí pero estaba cansada de las desalmadas oficinas y el afán de todos por generar plata, sin importar las consecuencias. Ella quería hacer otra cosa, me dijo. No sabía qué hacer pero quería  hacer otra cosa. Compartimos una porción de selva negra y ella se pidió un licuado mientras yo daba sorbos a un café con gusto a barro. Desde ese día, permanecimos juntos.
Iba a buscarla al trabajo y ella salía jocosa, con una feliz mueca en el rostro, desentonando con el paisaje gris de edificios y de trajes caros. Es, probablemente, redundante avisar que ya me había enamorado.
Soledad tomó un sorbo del té de frutillas que daba aroma a todo el bar. Tenía la particularidad de llamar la atención sin quererlo, sin desearlo y desde la mejor de la simplezas, de la más bella y singular manera. Así, Soledad, sonreía entornando los ojos a medida que se cubría la boca - para no exagerar en gritos de risa - con la mano izquierda mientras sostenía con la derecha a la fina taza blanca de té.
Hubo una oportunidad donde ella me esperó afuera del trabajo, en proa de darme una sorpresa. Lucía un sobretodo y la encontré de espaldas distraída con las luces del atardecer. Además, fumaba despacio, dejando pintitas de un lápiz labial rojo, tan rojo como el color rojo puede llegar a ser. Noté, en ese momento, que todo lo que ella hacía, todas las experiencias con Soledad vividas, tenían esa manera de transformarse en un hecho trascendental, en algo magnánimo. Luego de que ella pitara y se diera vuelta al escucharme llegar, le pedí que se mudara conmigo, que quería todo con ella.
De pronto, la cara de Soledad cambió. Dejó la taza de té y prendió un cigarrillo en el café, sin importarle lo que diga el boletín oficial, los diputados, senadores, otros. El rostro de ella se modificó de tal manera que parecía que nunca hubiese sonreído, que nunca hubiese generado otra expresión que aquella cual portaba en ese momento. Estaba seria y el sol ya no entraba por la ventana. Los ruidos de vajillas - provenientes de la cocina del lugar y de otros consumidores en diferentes mesas - cesaron de repente y un frío muy triste me acongojó.
La convivencia nunca pudo haber sido mejor. Cocinábamos juntos y la música era la mejor decoración de nuestro lugar. Alquilamos un lugar por Almagro en el cual, al entrar, una ráfaga de aroma abrigaba al visitante que entraba. El perfume de Soledad era perceptibles, su alegría contagiaba y daban ganas de vivir dos veces la vida al lado de ella.
Soledad me dijo que las cosas cambian, que no todo puede permanecer y que nada es como aparenta ser, mientras acercaba uno de esos pequeños platos donde son apoyadas las tazas en los cafés para hacerlo cenicero, siquiera por un rato. Se rió nuevamente pero de una forma diferente, como si ella fuera diferente. Yo no soy quién vos crees quien soy, me dijo Soledad y lanzó un grito, un llamado. Vengan, chicas, profirió.
Se avecinaron de los distintos rincones del lugar varias mujeres. No entendí, en un principio, quiénes eran y qué estaba por pasar pero, a medida que las susodichas se asomaban, noté que las conocían. Eran todas aquellas mujeres con las que tuve una relación, con las que compartí un tanto de mi vida. La vi a Carolina, a Mariel, Mariela, estaba entre ellas Mónica, Josefina, Fernanda, Carla, Priscila, también María, Juliana, Pamela, Erica y otras. La situación me dejó perplejo y no pude distinguir más rostros.
Todas comenzaron a vociferar insultos hacía mí, diciendo que las iba a pagar todas las que hice y que sufriré en carne propia todo aquello que genere en ellas. Mientras, Soledad se reía con gestos de venganza, de complicidad. Las mujeres seguían regalándome ofensas que se mezclaban con reproches. Pedían que cumpla lo que había prometido, alcancé a escuchar reclamos sobre salidas al cine que no fueron, visitas al teatro que jamás ocurrieron y cenas con familiares que han quedado en el recuerdo de no ser. Más luego, fueron por un poco más y pedían que nacieran esos hijos que planeábamos, solicitaban urgente las mudanzas a esas casas con patio enorme y perros que no entendieran el parar de agitar sus rabos, también reclamaron por los viajes por el país y el amor que nunca iba a terminar.
Soledad estallaba en risas, ahora sin ocultar las carcajadas y arrojando bocanadas de humo que le daban un aspecto fantasmal a toda la situación. Cuando el clamor cesó, le pregunté a Soledad qué era lo que pasaba, por qué estaban ellas acá y qué tenía que ver ella. Soledad se inclinó sobre la mesa y miró el platito con las cenizas y apagó el cigarrillo en el. - Ya te dije, Diego, yo no soy quién crees que soy. Mi nombre es Justine, soy actriz y ellas me contrataron para que te enamore y te haga sufrir, para que devolverte un poco de lo que les diste a ellas. Lágrimas, lágrimas y más lágrimas. Agrégale a ello, sueños no cumplidos, vidas que no son y fantasías irreales. Fuiste una basura y todo se paga. - y se cruzó de brazos esperando una respuesta, mientras las otras mujeres sólo esperaban una orden, una palabra clave compartida para molerme a palos, para descargarse. En la vida sólo falta un motivo para hacer mierda a alguien, sólo falta que muchos se reunan, con bronca, sin importar cuál sea la misma, y que algún tercero les dé el motivo necesario para desquitarse, descargarse.
Me encogí de hombros y fruncí el ceño. Prendí un cigarrillo y mordí una masita que venía con el café. Todas esperaban una respuesta, una palabra, algo que genere aún más bronca para poder alegar en el juicio de mi muerte alguna especie de demencia, algo como emoción violenta colectiva. Tomé aire y tomé humo. Exhalé y me sequé una gota de transpiración de la frente. Acto seguido, dí sorbos a la soda del diminuto vaso de vidrio mientras pensaba por qué los vasos de soda, en los cafés, deben ser mínimos. Luego, en una reacción posiblemente poco esperada, me largué a llorar. Sí, a llorar en un bar, en un atardecer, con mujeres que me rodeaban, que me querían ver hecho añicos y con otra quien, juraba, era el amor de mi vida. Lloré como un chico y ninguna supo qué hacer, qué decir. Me alcanzaron un vaso de agua, siempre se alcanza un vaso de agua cuando alguien llora, cuando alguien se desmaya o cuando alguien es robado. Pensé, en ese instante, el por qué siempre se le acerca agua a una persona ante cualquier situación traumática o dolorosa.
Luego de un rato, me incorporé, frente a las miradas extraviadas de esas personas que me desearon el mal, frente a Soledad, el amor de mi vida, o quizás Justine, la actriz corrompida por dinero y con sed de venganza de los hombres. Y, así, resoplando humo y mirando a las caras de todas, me dediqué a hilar lo siguiente:
- Lo sé. Perdón. Sé que a todas les he hecho casi las mismas promesas, que también les he jurado amor eterno y grandes vidas prósperas. Lamento por cada hijo que no nació de nuestras relaciones y también lamento no poder abrazar a cada una de ustedes en las mañanas de los mejores fríos de otoño. Quiero que sepan, que entiendan, que más allá de mis errores, las quise, las quise en verdad pero no era nuestro tiempo, nuestro momento. Si me fui de la vida de cada quién es porque sentí que ustedes se merecían algo mejor, que tenían la posibilidad. A veces, no todo es estable y cambiamos, nos adecuamos. Sí, sí me apuran les digo. Las amé a todas. Porque amar es querer que el momento vivido no termine más, que sea eterno y que sea eterno al lado de ustedes. Pichonas, escúchenme. ¿Quién les dijo que no las he amado? ¡Patrañas! Nunca nos dejamos de amar, con cada una. Esos momentos, a los que me refería, los cree con ustedes y siguen perdurando más allá del paso del tiempo. Gracias por dejarme rastros de eternidad, gracias de verdad. Pero, ahora bien, me extraña, me extraña de cada una de ustedes. ¿Hacerme enamorar para que sufra? Eso no, che. Eso no se hace. - paré un momento. Todas estaban apenadas, pude percibir un cierto gesto de indignación, de autoreproche.
Justine se acercó, se levantó de la mesa y me abrazó. La corrí, le dije que no era necesario, que ella ya cumplió su parte. - Perdóname  Diego, no sabía todo eso, es muy lindo lo que decís. - e intentó abrazarme nuevamente. Por mi parte, me paré, produciendo la rendición de sus brazos. Tomé mi abrigo, dejé un dinero suficiente para cubrir gastos y propina. Las mujeres abrieron una senda por donde podía pasar hasta la puerta, la cual no se encontraba muy lejos. Antes de retirarme, giré sobre mí mismo y miré a Justine para decirle: - Soledad, no lo lamentes. Ya somos eternos, este momento lo ha hecho. No llores y gracias. - y salí para encontrarme con los últimos rayos de sol que iluminaban las estelas del humo de mi cigarrillo.

()

5 comentarios:

  1. Tal vez lo conté mal, como siempre.
    De todas formas, Ato, querido, es un honor mencionarte como reflujo de esta historia. Siempre me das una crítica constructiva y, particularmente, con los conceptos que manejo sobre la vida, el amor, la felicidad, otros. Intenté que veas que, para mí, no siempre todo es así, como lo cuento. A veces, me doy el lujo de que sea diferente.
    Gracias por los consejos, las guías, las correcciones. Gracias en verdad.

    ResponderEliminar
  2. Muchas gracias Diego! Interesantísima historia. Será la experiencia, será el estado de awareness, serán muchas cosas, pero de Justine (interesante el nombre que elegiste para la vengadora a sueldo) comencé a sospechar cuando mencionaste lo del té de frutilla.
    Nadie que "estaba cansada de las desalmadas oficinas y el afán de todos por generar plata, sin importar las consecuencias" té de frutilla, ni de rosas, ni verde, a lo sumo un té de boldo o Cachamay.
    Lo bueno de tu historia es que ya sabés el riesgo que corrés al prometer cosas que no estás seguro de poder cumplir.
    "Mejor que decir es hacer, que prometer, cumplir" Dicen que en la guerra y el amor todo vale. Para la guerra está la Convención de Ginebra, y para el amor los códigos propios. Habrá que ver cuál tiene más fuerza. Abrazo "Bioycito"!!

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. El té de frutillas dice mucho, es así. Nadie que trabaje en una oficina, por más en contra que este, puede tomar té de frutillas.
      El tema surgió, con respecto a las promesas, de un día que comencé a pensar todo aquello que uno elaboró para el 'futuro' de determinada relación. Es decir, no acostumbro a prometer, me limito a cumplir que me parece mejor. Pero uno, cuando está involucrado en algo, siempre sueña, proyecta un poco y ahí se larga a jugar, a crear. Así, se piensan los nombres de los hijos, la distribución de las habitaciones, el color de las cortinas.
      De tal manera, pensé la otra vez en qué lugar habrá quedado todo ello, los hijos sin nacer, las cortinas sin colgar, los domingos en el Tigre. Para mí, viven. Existen. En otro mundo, en otro momento, en otros destinos donde se cumple todo.
      Gracias, Ato. Muchas gracias, en verdad. Fuerte abrazo.

      Eliminar
  3. Es cierto, soñar es algo natural, necesario, y jugar también suma siempre y cuando uno sea consciente de ello, pero también creo que son cosas de la edad. Es como que a los 40/50 te ponés a concretar todo lo que soñaste y dejás de soñar un poco, cancelás algunos sueños, porque sino no te da el tiempo. Además a los 50 generalmente ya cubriste muchos de tus sueños y si tenés hijos, comenzás a soñar sobre su futuro, más que el tuyo. Abrazo y que sigas soñando!!

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Precioso, Ato. Como sabrás, no puedo retrucarte nada al respecto. Será cuestión de que el tiempo pase y aprovecharlo, luego te cuento. Jaja.
      Fuerte abrazo y a seguir soñando.

      Eliminar