martes, 30 de octubre de 2012

El día del después

El tiempo pasó tan solo como el tiempo es capaz de pasar. Sin descuidos y con una que otra anécdota atrás, el mundo, la humanidad, arribó al año 2473. Sí, hubo problemas en el medio pero mal que mal, estaban previstos. Guerras por doquier, dominación económica, sumisión social, el efecto eletroshock como diría Naomí Klein. Los continentes se separaron y se juntaron, se volvieron a extender, como una reunión de egresados del secundario luego de unos veinte, veinticinco años. Se intentó llegar al socialismo y funcionó pero, lamentablemente, también función un nuevo libro al estilo Friedrich Von Hayek y siempre, en la historia, existe un discípulo como Milton Friedman. En fin, también sucedió algo como 1984, como el libro me refiero. Conglomerados de países  dados por la redistribución de placas tectonicas sumadas a las afinidades políticoeconomicas y a la suerte de la invasión, se agruparon en algo similar a lo que fue Eurasia, Oceanía y Estasia, pero tenían otros nombres, más rejunte, un intenso quilombo, mucho más para los editores de libros de geografía y política.
En ese mundo turbio, tenebroso sólo por ser parte del futuro, vivía Román. Era un oficinista de un piso doscientos ocho que vivía infelizmente casado con Courette, una inmigrante de otro continente que con la primera mirada le prometió una vida de augurios y felicidad pero que hoy se convertía en una corbata mal planchada y un reproche nuevo cada día. Sin embargo, más allá de su inconstancia, de su fatal desatino de no encontrarle sabor a la vida, Román tenía demasiado miedo a morir, a que todo acabe y que todo se esfume como sí nada. Treinta y dos años luego, recordaba, en esos momentos de agonía y melancolía, la noticia que, aún siendo casi un niño, casi un adolescente, le habían comentado, su tío preferido había muerto de un colapso cardíaco. Jamás consiguió entenderlo por más veces que se lo explicaran desde diferentes opticas filosóficas, religiosas o económicas. Así, vivió con esa inconstancia, con ese temblor en cada paso pensando que será el último o, aún peor, que no tenía sentido, planteándose cada decisión para cometerla, pensando en qué devendrá, en qué culminará, para qué sí al final nada podrá darle un rato más de vida.
Al llegar un martes a la oficina, un martes cualquiera, notó que las personas estaban siendo raptadas por largas risas, abrazos y algarabías, todo lo cual siempre fue ajeno al ámbito oficinista. De pronto, todas las actividades de televisores, computadoras, teléfonos y otros aparatos que podían producir voz e imagen, fueron interrumpidas por una emisión internacional. Román se lamentó ya que la última vez, habrán pasado unos cuatro años, por ese medio habían declarado la invasión a un territorio ajeno y una breve guerra de dos horas pero con millones de muertos, de inocentes. Sin embargo, el ambiente que se respiraba era distinto, había olor a flores, a juventud y a sonrisas de enamorados. De repente, comenzó la transmisión.
En resumidas cuentas, varios profesionales del instituto aeroespacial, conjunto a geólogos, médicos, ingenieros, arqueólogos y abogados (porque siempre debe haber abogados), encabezaban un panel que explicaban un suceso extraordinario pidiendo disculpas, previamente, de no haberlo dicho antes pero que  precisaban confirmar la información que estaban a punto de dar. Al parecer, hace unos meses, un asteroide, un objeto del espacio, chocó con el planeta. Por suerte, no impactó directamente en un continente sino que sucedió en el mar, de noche. El tamaño era menor pero el impacto fue de tal magnitud que produjo, luego, sismos, terremotos, tsunamis, huracanes, cambios climáticos y otros fenómenos que no existían tan repetidamente. Lo que luego pasaron a aclarar era que este objeto intergalactico produjo otro efecto que fue correr a la Tierra de su órbita, de su eje habitual, y por ello se ahondaron estas mencionadas modificaciones de la naturaleza. Pero ello no eran lo que apuntaban, más adelante habría espacio para consignar más datos al respecto. Entonces, se dieron paso a contar que aquel desvío del mundo que conocemos produjo una modificación instantánea e invisible en nuestros cuerpos, en nuestras formas. Al parecer, ahora, en el año 2473, debido a esta suerte de carambola espacial, podíamos vivir más años, más de la cuenta, una yapa se habría dicho en otros tiempos. Acto seguido notificaron el envío de un boletín a cada país para su distribución, no sin antes aclarar que el promedio de vida del ser humano sería de entre unos cuatrocientos ochenta a quinientos diez años, aproximadamente, y esto se conseguía así, de la nada, sin necesidad de trámites burocráticos.
La oficina de Román estallaba en abrazos, en alegrías compartidas, en papeles que volaban por los aires, lágrimas, llamados de teléfono y corchos de champagne volando por las cabezas de los distintos compañeros. Se anuncio el día libre para los empleados y cada cual se fue a encontrarse con sus seres queridos.
Cuando Román llegaba a su casa, vió que Courette estaba esperándolo en el porche, distinguida con un gran vestido blanco con flores rojas y el pelo recogido. Sus ojos brillaban y sin decirle nada, abrió la puerta del auto de su esposo y le dió el beso más nítido y palpable que cualquiera de los dos jamás haya percibido. Ambos sentían que la vida tomaba otro rumbo, que había espacio para soñar y concretar lo soñado, que ahora el tiempo alcanzaba y sobraba para leer los libros que se querían leer, para ver las películas que hacían falta ver, para poder amar tanto como el corazón pudiese permitir. La eternidad se hacía carne, se hacía beso de dos con un auto con la puerta abierta, todavía con el motor encendido. 
Ese martes pasaría a ser, por el resto de la historia, como el día del después.
Desde aquél día, miles de personas se suicidan semana tras semana, sin un gesto, sin decir una palabra anterior, como ofreciendo un diezmo al universo. Román se suicido el miércoles por la madrugada, luego de haber hecho el amor con Courette y mientras ella dormía. Román se ahorcó con una corbata sin planchar, dejando un cigarrillo encendido, todavía sin terminar.



2 comentarios:

  1. Le doy otra noticia, que puede ser mala o buena, según su situación particular, aparentemente las comidas Light aumentan el riesgo de infertilidad en ambos sexos, pero le doy una yapa: el café resulta que al final es bueno. En dosis moderadas, claro.
    Estoy esperando que digan que fumar es sano y ese día me voy a tatuar un TOMÁ DE ACÁ en el codo.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. No sabía lo de lo Light, mirá vos.
      Todo tiene lo bueno y lo malo acorde desde dónde uno se para y para cuál lugar apunte su parecer.
      De algo hay que morirse.
      Fuerte abrazo, Ato.

      Eliminar