viernes, 16 de noviembre de 2012

Esferas

Había dejado de escribir. Noté que los distintos días se discurrían de mis manos por sólo pensar en escribir. Ya no me percataba de la diferencia entre un lunes y un jueves, de un sábado a la noche de un martes a la madrugada. Además, tuve la sensación de que las personas de mi alrededor se habían podrido de que escriba. Es que siempre, y en todos lados, llevaba un pequeño cuaderno que me oficiaba de anotador y, en ocasiones, de espacio redactor de historias. Lo que también irritaba a las personas eran mis lapsos de inspiración que podían acontecer en cualquier instante. Así, me he visto escribiendo en cenas en restaurantes, en cafés durante charlas con amigos, interrumpido partidos de fútbol para escribir unas líneas. Es claro que todo me condujo a aislarme socialmente y a la aventurada búsqueda de nuevos amigos.
Así, ello fue la antesala para que deje de escribir. Es decir, ya vivía para escribir que hasta me había olvidado de vivir. Por ello, asumí que mis historias se iban dilatando y que necesitaba asumir otro papel en la obra de mi vida. No recuerdo bien el cómo, todo el proceso, la gesticulación de idas y vueltas, pero finalmente conocí a Daiana.
Ella era de la zona de San Telmo. Vivía con dos amigas en un departamento que le alquilaban a la abuela de una de ellas. Se movía en grupos de amigos que parecían nunca dormir o que se renovaban entre ellos, como en un partido de fútbol amistoso donde se pueden hacer infinitos cambios. Conocí la noche porteña, tan afamada como justa su fama. En una misma noche fui a museo escondido, también a una especie de pub en un tercer piso. Luego, también, estuvimos en otro bar, en un subsuelo, con poco aire y muchas bebidas. Algunos usaban lentes negros y cuadrados, durante toda la noche. Otros parecían estar fumando todo el tiempo, casi como si el cigarrillo jamás terminara y siempre estuviera en la misma proporción, con la misma ceniza instalada en los límites del tabaco.
Sentí que la quise a Daiana cuando, en una mañana, donde los primeros rayos de sol le acariciaban la sonrisa, me pidió si le convidaba un cigarrillo y luego me besó con olor a humo, a noche, a rayo de luz, a vida.
Luego, al parecer, ella notó que un sentimiento inquietante crecía en mí, que ya no podía disponer de su vida como antes porque, quizás sin quererlo, sin notar, yo me interponía en los planes. Me hice amigo de sus amigos, conocido de sus conocidos. Las personas ya me relacionaban con ella, ya le preguntaban por mí. Y ella lo notó. De tal modo, se alejó, jamás volví a saber de ella.
Después, los pormenores de la separación no importa. Sí hablamos, sí pedimos volver, si hubo reencuentros, llamados desesperados, mensajes de cinco de la mañana, desayuno incómodo compartido o lo que fuere, ya no importa. El error, el grave error del ser humano, a la hora de terminar un episodio amoroso, es el de pedir explicaciones, de por qués, de socavar cualquier duda que embarga a la persona por el simple hecho de intentar llenar el vacío existencial de la respuesta. Porque otra cosa no es, no lo es. La justificación para terminar con alguien no sirve, es innecesaria, es intrascendente porque lo verdadero es el deseo del otro, de uno, de alejarse y, cuando eso ocurre, sí comienza a apremiar más los motivos ante la ausencia de lo otro, ahí es cuando uno nota que la vida la vive mal.
Entonces, no volví a saber más nada de Daiana Y las penumbras, hermanadas con la tristeza y la soledad, me invadió nuevamente. La extrañaba con las últimas fuerzas de la conciencia y la sentía en todos mis razonamientos.
Sin quererlo, llamé a un amigo para contarle lo sucedido y coordinamos en juntarnos con el grupo para charlar al respecto. También entablé largas conversaciones con mi padre quien, desde su silencio y su mirada extraviada a otros pormenores, con palabras pocas pero infinitas, me aconsejó que respire, que suspire, que me vaya de putas también. Sin quererlo, Daiana formó parte de todas las cuestiones que hacían a mi vida, más allá de la brevedad del instante compartido. Con este acontecimiento, aprendí que la importancia de las cuestiones no es relativa a la prolongación sino a la intensidad de lo vivido. Así, un minuto de vida puede vale más que la vida misma, darle mayor significado.
Me encontré a mi mismo haciendo garabatos a orillas de un diario, en un café, una mañana que me veía todavía con el pantalón del pijamas y despeinado, revolviendo un café con leche y observando con zozobra la eternidad de la vereda del frente, donde nadie pasaba, donde unas hojas secas hacían jirones en el aire para terminar en una boca de tormenta. Me saqué la campera, mi único abrigo, para poder distenderme un poco pero, al momento de depositarla sobre el  respaldo de la silla, una lápicera salió volando y rodó por el piso hasta casi llegar a la barra. A tientas, la encontré detrás de una banqueta y la miré. La rocé, primero, con la yema de los dedos pulgar e índice de mi mano derecha y la miré.
Al devolverme a mi mesa, comencé a hacer bosquejos y siluetas en los mares de las servilletas, como aquel niño que reconoce objetos y los combina. De pronto recordé que tenía ideas, que tenía ganas, que me faltaba Daiana y que el almíbar de las medialunas me pegoteaba los dedos. Y comencé a escribir, nuevamente.
Llegado a este punto, no quisiera alardear pero, a mi parecer, en la serie de servilletas que oficiaban de hojas de redacción, escribí la mejor de las historias que alguna vez pude hilar, que pude imaginar y crear. Tomé dos cafés más para poder justificar mi estadía prolongada en el reciento hasta poder terminar la historia.
Al momento de finalizar, dí una vuelta con mi vista por todo el ancho y largo del rejunte de pequeñas servilletas que formaban un perfecto cuadrado de casi la extensión de la mesa. Lentamente, abollé parte por parte de la historia y creaba pequeñas bolitas, casi esféricas  cuales introducía en los bolsillos de la campera. Como en un trote de risas, de sonrisas, salí del lugar y me dirigí a la calle.
Una por una solté cada bolita al viento, el primer puñado se fue en la vereda del frente bajo la atenta mirada del mozo que reía mientras se llevaba la taza que dejé vacía. Después, el camino hacia mi hogar, se fue tiñendo de esas esferas hasta que se agotaron.
Entendí que las historias sólo ocurren en la combinación, en el contacto. La mejor historia es la que todavía no se ha contado pero quién mejor que el viento para intentarlo.

5 comentarios:

  1. Desde hace un tiempo vengo pensando en contar la mejor historia, pero siempre (posiblemente como una justificación) me quedo en blanco pues creo que esa historia ya fue escrita. Lo loco es que esa justificación está muy relacionada con tu personaje. Creo que mi mejor historia la escribí en un pedazo de hoja de cuaderno Avon en un café de Montmartre, la guardé en el bolsillo de un pantalón cargo (sólo uso ese tipo de pantalones) y la olvidé allí. Ya en Argentina, recordé ese pedazo de hoja, pero cuando fui a buscarla, me di cuenta de que había lavado el pantalón. Saqué la pasta seca y traté de rearmarla: nada. Traté de ver qué decía: borrones. Intenté reescribirla: nada.
    Me queda el consuelo (tonto como la mayoría de los consuelos) de que yo escribí la mejor historia, pero el Destino me la borró.
    En fin... pido perdón por lo autorreferencial, pero es MUY casual.

    El texto tiene ese estilo tuyo que me hace sentir que yo mismo transito con tus personajes esa precariedad de la existencia, real o literaria.
    Un abrazo.
    HD

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    1. Es que, quizás, la mejor historia fue contada y nos queda el alivio de haberla hecho. También acude al mismo llamado eso de que algún día vendrá la mejor historia (más allá de sí la hemos escrito o no) por el afán de la utopía, de que podemos mejorar. Lo único que espero es que jamás escriba la mejor historia o, sí sucede, que no lo note. Siento que luego, todo será mera comparación.
      Personalmente, siento que tuve las ideas necesarias para la mejor historia pero siempre pospuse el anotarlas. Luego, se diluyeron por el caño de los pensamientos, dejándome simples recuerdos sobre lo que pudieran tratar.

      Bueno, en cierta medida me reconforta saber que notas ello, la precariedad, el existir. Todo tiene algo de verdad, todo tiene la cuota de mentira o fantasía. Todavía no conocí a Daiana, por ejemplo, pero, como dice Ato acá abajo, Daianas hay de todo tipo, de toda forma, las inspiraciones siempre abundan pero lo que es escaso es la oportunidad de reconocerlas y dejarse fluir en ellas.
      Fuerte abrazo.

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  2. No sé, en principio no coincido con esa frase: "la mejor historia es la que todavía no se ha contado" - Creo que todos, sean autores, pintores,actores o inclusive científicos, tienen un momento de inspiración que tal vez no se replique. Puedo entender que luchen por no resignarse que ese momento ya no volverá. Algunos dicen que suele pasar entre los 22 a 30 y pico de años, que luego la gente se va quemando, los chicos, la rutina, el cansancio, la fama, etc.
    En fin, algunas veces el Nóbel viene tarde, otras temprano y algunas veces ni llega, pero Daianas hay de todos los tipos. Habrá que ver cuál te inspira. No se si probaste con alguna de las amigas, digo...
    Abrazo!

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    1. Espero que pase por esas edades, recién comienzo con los 22 así que ansío por notas de inspiraciones. Coincido con ello que decís de que la mejor historia esta por venir. Para mí, a veces, eso sirve de consuelo, de ganas de superarse. Tampoco es sano decir que todo tiempo pasado fue mejor.
      Y, más claro no podrías haberlo hecho, sí, Daianas hay de todos los tipos. Algunas inspiran más que otras pero también está en juego que sepamos aprovechar la inspiración.
      Voy a ver si me quedó agendado el número de alguna de sus amigas. Había una que emanaba inspiración a simple vista.
      Fuerte abrazo, Ato!

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  3. Recuerde, hay que saber compartir las inspiraciones...:-)

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