lunes, 3 de diciembre de 2012

Avioncitos


Jairo no fue, lo que se llamaría, un chico prodigio. En un primer plano, carecía de la posibilidad de jactarse sobre sus ademanes de comunicación, de relacionarse con otros, de protocolos de presentación. Tampoco podía decirse de él que hacía concentrar la mirada de los demás, hacer enfocar la admiración de su entorno, mediante alguna especie de autismo sorprendente, que le confiriera capacidades suprahumanas para la realización de ciertas tareas. No recuerdo que dentro de las características personales de él se hayan cultivado vestigios de genialidad, siquiera de una inteligencia promedio. Jairo era el especial de la clase, sin ser esto nada malo, despectivo; solo era diferente. Tenía la particularidad de amalgamar, de enfocar su atención a todo lo que no fuera contenido educativo. Ello no le impedía tener asistencia perfecta, siempre presente, nunca tarde, habitualmente el último en salir del salón. Me sorprendía día a día al ver a Jairo en el salón, a llegar a conocer cómo se las arregló para llegar al cuarto año del polimodal. Es hoy en día que recuerdo dónde se sentaba, especialmente cómo lo hacía dentro de la distribución contra natura del salón. Él se posicionaba de perfil, de costado a todo, es decir, su visión, en línea recta, apuntaba a la pared, brindando, así, su hemisferio izquierdo al profesor, al pizarrón y el hemisferio derecho al resto de sus compañeros.
Jairo no molestaba per se. Si bien era capaz de distraer a su entorno por su tendencia ludópata y de jolgorio, no producía mayores altercados. Lo que sí podía engendrar un cierto resentimiento, tal vez odio e intolerancia era su compulsión a hacer avioncitos. Como todo, en un principio, no molestaba, era un tanto pintoresco, innovador para tener diecisiete años e insistir con sus aviones de papel. Luego, como todo, paso el tiempo y comenzó a ser un tanto insoportable, una tendencia indeseada. Con su inocencia traducida en avioncitos que colmaban el tráfico aéreo del aula, Jairo se ganó el odio, el repudio de un profesor de matemáticas. El profesor Cabino era un matemático y estadista que abocó sus días a la razón pura, a la abstracción, a los símbolos de la lógica.
En un día particular, un jueves, por la mañana, Cabino se disponía a explicarnos la razón de la trigonometría, la influencia en la actualidad, la pasión detrás de la x, escondida en la y. Jairo también se disponía a cumplir, lo que parecía ser, su misión en la vida, a generar, lo que podía entender, su deber, su tarea en la estadía en este mundo. Jairo estaba construyendo un avioncito. Ese día, no tuvo suerte. Al lanzarlo al aire, con el envión de la vida, sacando la punta de la lengua por una de las comisuras de la junta de sus labios, el avión arribó a la oreja de Cabino sin escalas. Ingresó derecho, sin intermediarios, sin pedir permiso, y se incrustó ahí, produciendo la furia del profesor. Cabino llevo a Jairo a la dirección, lo hizo expulsar, nunca supimos más de nuestro compañero.

Desde ese jueves, y por el resto de las clases del año, Cabino comenzó a llegar cada vez más tarde a impartir su labor. Luego, ya no le daba importancia a los resultados, al uso del método para llegar a la solución, a las incógnitas. Le dejó de importar la cantidad de decimales que se utilizaban, dónde iba el más, qué pasaba con el menos. Cabino no fue más a dar sus clases, un suplente tomó sus horas como suplencia, luego les dio titularidad.
Hace tres días caminaba al trabajo, iba apurado, como siempre, como todos. El semáforo detuvo mi marcha y vi a un hombre que iba empujando una especie de chango de supermercado, pero más chico. Era Cabino, más flaco, con el pelo casi rapado, como si le hubiesen pasado la máquina número dos hace quince minutos. Él me reconoció, me dio un abrazo sentido. Le pregunté qué estaba haciendo, qué fue de su vida, por qué abandonó la matemática, la estadística.
Cabino se acercó, sus ojos brillaron, como a punto de llorar, como cuando estas por llorar y sonreír al mismo tiempo, como cuando un sueño se convirtió en realidad. Cabino se acercó. Me dijo que estaba practicando el freeganismo, cambió de religión, una nueva, no sé. Su voz se entrecortó, apoyo su mano derecha en mi hombro izquierdo, tomando con su mano restante al chango, su única propiedad. Me dijo que descubrió el significado de la vida por Jairo. Jairo lo sabía, se cansó de escribirlo en los avioncitos.




Imagen de acá

2 comentarios:

  1. Cada uno recibe el avioncito que interpreta como el "sentido de la vida". Yo tengo varios, una especie de colección de avioncitos que fui recibiendo y guardando. Mi casa se está convirtiendo en un pequeño Schipol de "sentidos de la vida". Ud. por ej. tal vez se preguntará porqué Schipol y no Exeiza ¿Se da cuenta? Abrazo!

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    1. Sí, es claro que quizás un destornillador particular, de su casa, de su estuche, no signifique lo mismo para mí que para usted. Y he ahí el todo.
      Jairo en verdad existe. Si él algún día lee esto, espero que sepa disculparme la licencia y el atrevimiento. Pienso en los actos menos perceptibles o más acostumbrados al ojo cotidiano, se encuentran los significados estructurantes, los mejorcitos. Y que, en ocasiones, estamos buscando alejarnos, exorbitar por otros ministerios o abstraernos para encontrar, quizás, cosas que están ahí nomás, al alcance de la mano, como un choripan, una maceta, un avión de papel.
      Y, sí, Ato, se entiendo lo de Schipol. ¡Qué colección tendrás por ahí!
      Fuerte abrazo.

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