domingo, 14 de septiembre de 2014

Con la sangre fría

Los almuerzos gratis no existen.
Milton Friedman.


La yerba lavada daba vueltas dentro del jarrito que oficiaba de mate. El agua estaba caliente aún, ninguno se miraba directamente a los ojos y un hilo de silencio se entrecortaba en cada sorbo. Promediaban las cinco de la tarde de un martes. Toda la madrugada y la mañana de aquel día había llovido copiosamente, inundando calles y veredas. La lluvia había cesado alrededor del mediodía y un viento frío mecía las copas de los árboles deshojados. El invierno pasó sin muchos ecos y septiembre se asomaba tímidamente. Aldo tosió, encorvándose en la silla de madera en un acto de expulsar lo que dentro contenía y producía su malestar. El Negro lo miró más allá, en la punta de la mesa sucia y desordenada mientras se cebaba un mate más. Aldo paró de toser y se hizo el silencio nuevamente. Luego, se levantó hacia la heladera Siam que solía ser blanca pero el tiempo azotó sobre ella dejando vestigios óxidos sobre su robusto cuerpo; de ella tomó un sorbo de agua que contenía una botella plástica y acompañó el acto junto a la dosis de pastillas que debía tomar, que reprimían sus deseos de todo. En una ocasión, uno de los últimos médicos que lo vio, le dijo que debía tomar esas pastillas de por vida y que, seguramente, tendrían que ir aumentando la dosis acorde pasen los años porque el cuerpo se acostumbra y ya no hace el mismo efecto, no causa nada. "Como el matrimonio", dijo el doctor aquella vez, riendo, buscando quitarle seriedad a la situación pero Aldo no había respondido, ni una mueca. Luego de ese comentario, el profesional le dijo lo que hacen las drogas aquellas: reprimen deseos, todos los deseos que se van más allá de los límites controlables, que saltan a las superficie y atentan contra uno mismo o contra los demás, permiten que no mates, hacen que no te mates, confesó el médico. Y Aldo tomaba esas píldoras que lo derrumbaban en la cama, paralizaban su cuerpo mientras se sucedía una vorágine de situaciones, de personas, de elementos en su cabeza, y gritaba hacia dentro, a veces a toda voz. Pero se fue acostumbrando, Aldo, al efecto. Y cuando abrió la heladera y tomó el agua y junto a ella las pastillas, sólo sacudió la cabeza y tanteó la parte superior de la Siam para manotear el atado de cigarrillos. Encendió uno y volvió a sentarse en la silla, encorvado, sus codos hundiéndose en los muslos.
El suave murmullo de Aldo, su respirar taciturno y entrecortado, que bramaba desde entre las manos grandes y pesadas, las cuales parecían sostener su cabeza, llamaron la atención del Negro, quien se estiraba en la silla rascando su barba crecida.
- ¿Qué te pasa, pelotudo? - dijo el Negro, tanteando un escarbadientes en la mesa.
- ¿Cómo pudiste, hijo de puta? ¿Cómo pudiste? - lloraba Aldo. Un hombre de casi dos metros, con las manos capaces de estrangular un caballo, la espalda ancha como una puerta, lloraba botando mocos, tomándose de las sienes. - Sos una mierda, siempre lo fuiste...
- ¿Qué mierda querías que hiciera, me queres decir? Y mírate a vos antes de decirme mierda a mí, eh. Bastante problemas trajiste a esta casa como para hacerte el desentendido, ¿o no, loquito? - ese loquito, como lo pronunció el Negro, retumbaron en los oídos de Aldo, desenredándose la palabra en sílabas: lo-qui-to, produciendo que cada sílaba golpearan en el pecho de Aldo, acelerando los pasos de su corazón.
Las manos pesadas, los nudillos huesudos, se abrían paso desde el humo del cigarrillo. Aldo comenzó a temblar. Sentía la contracción de cada uno de sus músculos, de cada uno de sus órganos comos si éstos estuvieran cambiando de lugar dentro suyo: el corazón donde estaba el estómago, los riñones por donde estaría el páncreas, los pulmones colocándose cerca de la vejiga, los intestinos llegando a la garganta. El Negro lo veía transformarse, sólo faltaba un último empujón para que se descontrole y así conducir la situación a los anaqueles de su plan.
- ¿Querés saber por qué lo hice? ¿Eh? ¿Querés saber? - para este momento, el Negro yacía parado al costado de Aldo, susurrando en sus oídos aquellas palabras, provocando, viéndolo contorsionándose, luchando con sus monstruos internos en la guerra de todos los días.- Tan fácil, Aldo, tan fácil. ¿Acaso no te lo imaginas? Por la casa, querido, por este terreno de mierda y las cuatro chapas que ves alrededor. Ya no lo aguantaba, no se moría más. ¿O me vas a decir ahora que vos lo querías? ¡Ja! Si te he visto mordiéndote los labios cada vez que él venía con tus pastillas para medicarte.
- No tenías derecho, él nunca te hizo nada, nunca le hizo nada a nadie - la saliva se amontonaba en la boca de Aldo, - Y no digas eso, él me cuidaba cuando yo no supe cómo hacerlo, él hizo todo por mí. Y por vos también...
- ¿Qué? ¿Qué me estás diciendo? No me hagas reír... ¡Si me echó de esta casa! ¿Acaso no te acordas? Amenazó con llamar a la policía y tuve que salir rajando porque hizo venir a ese milico de mierda que vive en la esquina. Además, Aldito, mucho no le quedaba, sólo fue un empujón hacia lo inevitable... - rió el Negro, con la sangre fría de los mejores ajedrecistas.
Aldo se paró, corriendo hacia la heladera y quitando al Negro y su macabra sonrisa del camino. Busco las pastillas y masticó todo un blister. El temblequeo constante dificultó que pudiera abrir la heladera y tomar nuevamente agua. Era todo nervios y vida, que se representaban delante de la pulsión de muerte escondida en él.
- Lo hiciste mierda, Negro, mierda lo hiciste - sollozaba Aldo. - Lo cagaste a trompadas al pobre viejo, a tú propio padre... Si le hubieras pedido algo, te lo daba todo, ¿nunca lo viste? Te adoraba, Negro, te adoraba. Y jamás supiste por qué te echó de la casa, jamás te dignaste a saberlo... ¡Te estaban buscando, flor de hijo de puta! ¡Te querían matar! Y papá, con el dolor en el alma, te corrió... Vos no sabés cómo lloró el viejo esa noche, vos no sabes...
El Negro no había previsto esa maniobra. Pero era tarde para repensar un plan. Aldo se abalanzó sobre él y hundió su puño derecho en la boca del hermano. El Negro cayó al piso y del bolsillo de su campera, se desprendió la caja de las medicinas de Aldo: las había cambiado. Todo formaba parte de su coartada: el hermano loco habría golpeado al padre y dejado de tomar sus pastillas, él lo estaría cuidando pero la cosa se descontroló y no le quedó más remedio, con el fin de salvaguardar su vida, que matarlo.
Mientras el Negro yacía en el suelo, junto a la puerta que daba al patio trasero, Aldo quedó paralizado al ver sus pastillas que brotaban de las vestiduras de su hermano. ¡Hijo de mil puta!, gritó Aldo  al mismo tiempo que tomó un cuchillo de la cocina con el que cruzó el pecho del Negro, rompiendo su camisa a cuadros y haciendo brotar un hilo de sangre por donde acababa de danzar el filo de la hoja. Confundido y envuelto en las trampas de su mente, Aldo quedó paralizado, sosteniendo con todas sus fuerzas el cuchillo y reposando la vista en la nada. En ese momento, herido, el Negro se escabulló para dar al patio. Recordó el bidón de kerosene que guardaba en el cuartito del fondo. No sin dificultad, se hizo del combustible y dio inicio a su nuevo plan. Táctica es sobre el terreno, recordó. Y roció las paredes de la casa, arrojando el bidón al techo, entre las chapas y los cartones más duros. La sangre continuaba empapando la camisa cuando arrojó un papel encendido hacia la puerta por la cual, momentos antes, había escapado.
Las llamas abrazaron la estructura rápidamente. El Negro no tuvo en cuenta que la basura, las chapas, chatarra, cartones, diarios, las botellas de plástico y demás que guardaban en la casa (producto del trabajo de cartonero del padre), producirían tanto humo. Escuchó la tos de Aldo quien corrió hasta el baño a encerrarse, abrazado al cuchillo aún tibio de sangre. El viento posterior a la lluvia, que se confundía con el viento anterior a la noche, de esas seis de la tarde del martes, hizo voltear las ráfagas de humo y calor hacia el fondo de la casa, motivando al Negro a refugiarse en el cuartito aquel. Para su infortunio, la forma y la ubicación de su refugio sólo produjo un efecto concentrador de los gases.
Los gritos y el humo negro alertaron a los vecinos quienes llamaron a bomberos y policías. El camión de los rojos voluntarios se acercó primero pero las sonoras súplicas de los muchachos se apagaron cuando el cisterna dobló la esquina.

2 comentarios:

  1. IM-PE-CA-BLE!!!!!!!!!! Una joyita maestro!! Una joyita!! Abrazo grande y gracias por seguir escribiendo!

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    1. Gracias a usted por seguir leyendo.
      En este caso, como en tantos otros, la realidad supera la ficción. Sólo dí palabras a un siniestro. Y he ahí un punto interesante: siento que cuantificamos todo el tiempo, todos los hechos, relegando los sentimientos que se involucran, las peripecias de los momentos. Me cruzo con personas que cuentan las lágrimas antes que sentir la pena.
      Le dejo el correspondiente abrazo.

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