viernes, 31 de mayo de 2019

En el universo no existe manifestación sin polaridad

Se quedó pensando mientras seguían corriendo las imagénes del documental sobre música afro, la historia de los esclavos y los viajes en barco. Pensó que nunca vio un barco de cerca y que no entendía bien cómo unas maderas apiladas podían flotar sobre la superficie del agua. Luego, una suerte de congoja la invadió al notar los ojos cristalizados de ese hombre que hablaba en la pantalla, sobre tambores y tradición. Algo le llegó desde muy lejos hasta donde estaba ella. Salió de su casa.
El barrio florecía, quedaban aún algunos terrenos sin ubicar pero con los pilotes de energía construidos y algunos arbolitos en las esquinas. Al caminar esas cuadras para llegar a lo de su patrona, pensaba en cuánto costaría un lugarcito por acá, por lo menos chiquitito para ella y sus criaturas. Tenía cuatro hijos, tres varones y una nena más grande que, pobre, la ayudaba en todo, siempre tan bien predispuesta, pensaba. Por suerte el día está lindo para caminar, se dijo. El colectivo interno del barrio estaba cada vez más caro e intentaba no tomarlo cuando podía, más aún desde aquella vez donde una señora pidió al chofer que ella ni otra de su clase se sentaran porque ocupaba el lugar de la gente de bien que iba a trabajar a capital. Lo que más le dolió no fue tanto lo que la señora dijo sino que no se lo haya dicho a ella directamente, negando su existencia como ser.
Pasó por el costado de la casa, el pasto que se hundía ante sus pisadas y la mezcla de calor y húmedad se hacían sentir. Sería una digna jornada de enero en Buenos Aires.
Vió en el patio la pelota del más chico brillando con las gotas de rocío en el lomo y el sol pegándole de perfil. La bicicleta rosa de la nena apoyada contra la pared y los dos perros rubios, uno sobre otro, durmiendo. Entró a la casa, el perfume constante que rozaba a sahumerio y a palo santo pero que era sintético, despedido por una vaporera que alternaba suaves colores, se hacía presente. Puso la pava para calentar agua, comenzaría a lavar los platos de la noche anterior y luego seguiría por el piso de la cocina. Sin embargo, antes, se dirigió al living a levantar los vasos manchados de labios rojos, algunos con restos de bebidas aún, unas botellas vacías. Y notó unas cajas apiladas, cuatro cajas una sobre otras como los perros en el jardín. "Donación Santa Catarina" decían. Y ella no quiso mirar pero la manguita de una campera se desprendía de una de las cajas sin cerrar y recordó cuál era ya que se la vio puesta a la señora en alguna ocasión. Una campera negra, con detalles metálicos y brillantes, que se pegaba al cuerpo y que era abrigadita. Suspiró desde el living hasta la cocina para sacar la pava del fuego.
Pasó toda esa mañana limpiando, comenzando por la cocina y dejando el living al final, esperando a que la patrona o el patrón se despierten y bajen a desayunar, mascullando cómo le podría pedir de llevar esa campera para su hija, la más grande que tanto a ella la ayuda. Pensó en decirles que la compraría, que podían descontar la plata de su pago, de a poquito, o que podía ella venir unos días más para ayudarles en algo si lo necesitaran, por un tiempo, como forma de pago por ese regalo.
Finalmente los suaves pasos de la patrona se oyeron bajar, abriéndose lugar desde la puerta de la habitación, luego el piso de madera, luego la escalera de madera barnizada, el trinar de los escalones, y las pantuflas que ahogaban todo ruido. Sin maquillaje de la noche anterior, con el rostro fresco y el pelo algo enmarañado, se sentó, luego de saludarla, en el desayunador donde estaban las tazas con sus repectivos platitos, las galletitas de cereales, algunas frutas y los recipientes con agua caliente, café caliente y leche caliente. Comenzó untando queso y mermelada sobre unas galletas y, sin probarlas, las dejó en uno de los platitos azules para luego tomar unas uvas y comerlas. Uvas, pensaba ella mientras limpiaba la cocina, hace cuánto no como uvas.
De un momento a otro, abandono la limpieza y se armó de valor. Enrollando una y otra vez un repasador entre sus manos, con la cabeza agachas y pidiendo permiso y disculpas por molestar, le consulto por las cajas, si quería que ella las llevara a algún lado. Sin dejar las uvas, le dijo que no se preocupe que en un rato van a venir a buscar las cosas, que van a hacer una feria en la iglesia del barrio del centro y que con eso van a recaudar fondos para una escuelita en el norte, qué ella no sabía cuál norte pero allá iba, que no hay que mirar ni medir a quién se da.
- Porque pensaba, señora, que quizás algo le podría hacer falta a mi hija, ella es como usted y yo a veces no puedo, vio. - sin querer le brotaron las palabras.
- Ay, querida, pero viste cómo es esto, yo me comprometí a darle a los chicos para la recaudación. Aparte viste cómo son acá, ya van a salir a decir que uno no tiene corazón, que dona poco, que hay que ayudar. Yo no quiero que se hable así de nuestra familia, ¿o no?
- No, señora, es cierto lo que dice usted.
- Y, si...
- ¿Y si lo compro, señora? Yo puedo trabajar un poquito más y llegar a lo que vale.
- Mira, se me parte la cabeza de acá  hasta acá  - señaló las dos sienes con ambos índices - te pido que cuando vengan, vos le abras la puerta, ellos se llevan todo, después vemos qué juntamos para tu hija.
- Está bien, señora, gracias.

Hay de esos dolores que se alojan en el cuerpo y se esconden en silencios sin acabar.

*Esto surgió de reminiscencias de algo que leí hace unos seis o siete años, en un blog, del cual no recuerdo nada practicamente. Era un relato muy breve pero tan lleno de impacto y emociones que se hizo eco en el tiempo, como cuando se rompe un corazón. A esa persona y a esas palabras, mis gracias.

*Gracias Juan Hundred por el título

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