domingo, 9 de septiembre de 2012

Viaje en subte

El tren Urquiza tiene sus ventajas. Cómodos asientos, horario respetable, varias estaciones, prolijidad en el servicio. Lamentablemente, esto se opaca cuando largas filas de proletariado se unen en una comunión indeseada en tempranas horas de la mañana. Así viajo, formando parte de una masa que se mueve hacia un destino común, chocando hombros, empujando, bajando escaleras. El ochenta, ochenta y cinco porciento de las personas que descendemos del tren, volvemos a descender, como en un eterno viaje a las trincheras de Hades. Me refiero, con esto, que bajamos al subte, línea b, siempre bajamos, ad eternum. Por suerte, siquiera, ya es jueves. Me gusta que sea jueves, siento que es la antesala del fin de semana, como que nada podría salir mal un jueves.
'Es curioso los refugios que el hombre va construyendo para sobrellevar las cruces de la vida' pensé de forma paralela a la concepción del jueves y pasé el molinete luego de que un bip metálico afirmara que ya había pagado. El anden estaba repleto, como siempre. Noto cómo el ritmo de la vida en la ciudad cala dentro de los habitantes de tal manera que los individuos comienzan a tener horarios programados, citas contadas, tropiezos esperados y sorpresas sin sabor; de tal manera hasta llegar al punto donde uno reconoce rostros, personas, compañeros de viaje de los cuales nunca conoceremos nombres, historias. Son sacrificios, dicen los libros de texto, que los hombres hacen para vivir en armonía, para que todo salga bien. Y pienso en el profesor de filosofía que me preguntaba por el sentido de la vida, que también me enseñó sobre el contractualismo. Recuerdo a Locke, a Hobbes, siempre me agradó el apellido Monstequieu hasta que la formación llega, como salida de una niebla que se despereza y se eleva con los primeros rayos de sol. Es que, si bien la estación está debajo de la tierra, en F. Lacroze, existe un espacio que brinda luz solar, una rezago de vía que desemboca hacía arriba, como la esperanza dentro del purgatorio. Y el subte salió de un costado, quebrando la cortina de vapor.
Así, entre mis cavilaciones sobre lo que recordaba del Leviatán, observo cómo un hombre empuja una anciana que lleva un carrito para hacer las compras. También se encuentra una preciosa mujer, llevando un largo y recto pelo negro que se mece por sobre una camisa blanca, quien, adelanta el pie derecho en el anden, y acierta un golpe con su taco izquierdo, algo así como sucedió en Ensayo sobre la ceguera, en la canilla izquierda de un joven oficinista que, sin escrúpulos, quiso sentir el cuerpo de la muchacha cerca, como aquel quien quiere abrazar a alguien en las noches de invierno. Luego de ello, noto que todavía no entiendo el contractualismo. Pero abordo el subte. Y, me olvidaba, el subte viene lleno antes de siquiera salir de Los Incas, así que ingresar es una odisea.
Haciéndome paso, llego a poder apoyar la espalda contra la puerta contraria, es decir, por aquella que recién se abrirá en C. Pellegrini, sí todo sale bien. Noto como algunos van leyendo La Razón, otros Tiempo Argentino. También se encuentran los estudiantes, los de económicas que van repasando una caprichosa teoría de costos; luego, los de medicina que discuten sobre anticuerpos; por último, los de sociales que desandan los caminos del materialismo dialéctico. Hay oficinistas que arreglan sus corbatas, secretarías que contestan mensajes instantáneos por medio de un celular y abogados que lucen trajes manchados de casos cajonados. Gente que se duerme y se despierta de un susto, mamás que realizan el último peinado a sus hijas antes de ingresarlas al colegio y adolescentes que se besan, que se abrazan y que piensan que la eternidad es cosa de todos los días. El subte avanza, prosigue con rapidez para algunos, con lentitud para otros. Y entre las estaciones de Dorrego y Malabia ocurre todo.
El mundo, la población que integraba la formación que nos conducíamos debajo de la tierra, proseguía subsumida dentro de sus submundos, con material de lectura, con auriculares, con besos, con abrazos, con empujones también, en el momento en el que el subte se frenó. Unos se miraron la muñeca, consultando el reloj, para luego lanzar un suspiro. Una mujer ciega pedía permiso mientras, amablemente, vendía pañuelos de carilina. Unos obreros discutían en otro idioma y reían estrepitosamente. Y, en el fin de una de sus carcajadas, empezó a llover. Miro hacia afuera, por la ventana que se encuentra integrando la puerta del vagón y pequeños raspones, delicadas caricias de agua van decorando la superficie exterior del vidrio.
Llueve, llueve bajo tierra y llueve como si nunca hubiera llovido en el tiempo del mundo. Los vagones no están preparados para este fenómeno climático y es por ello que algo de agua se filtra por los ductos de ventilación, mojando a estudiantes, a ancianas, a tres monjas que estaban sentadas y a los abogados, también a los oficinistas.
Algunos ríen, otros lloran. Están los que se encuentran asustados, pensando la amorosa relación que existe entre el agua y la electricidad. Las secretarías sacan sus celulares y toman fotos. La gente mira hacia afuera y, por primera vez, siente un poco de frío en el subte. Los estudiantes de económicas aplauden, los de sociales silban y una chica que estudia medicina, vestida con un ambo verdeagua, abraza a una pequeña estudiante de primaria que llora porque su pelo se arruinó con el agua. Y, con el último sollozo de la nena, la formación reanuda su rumbo, estamos llegando a Malabia.
Rápidamente, el agua se seca. Ya las ventanas no muestran signo alguno de lo que acaba de ocurrir. Las prendas de los integrantes del vagón recuperan sus características originales. Suben otras personas que esperaban en el anden de la estación. Los que estaban de antes, vuelven a sus viejas costumbres. Sacan los diarios guardados. Los estudiantes subrayan pasajes en apuntes arrugados. Las secretarías contestan un mail y cambian la canción que estaban escuchando. Los abogados llaman por teléfono pidiendo legajos, oficios, desayuno americano para las diez.
Ingresa al vagón una chica embarazada y un tercero pide por ella el asiento al grito de: - Un asiento para la señora que está embarazada.- y todos los cercanos sentados inclinan  sus cabezas hacia distintos puntos cardinales pretendiendo conciliar un sueño fingido. Una anciana se levanta de su posición y llama a la chica y le pide que se siente, que ella ya bajaba.
- Ay, vení nena, sentate acá. Sí tenes que esperar algo de éstos, vas a morir parada ahí. - refirió la octogenaria dama - Acá nada va a cambiar, siempre pasa lo mismo, en el subte siempre pasa lo mismo. -  dijo por último la anciana para luego dar un estornudo de ropas todavía húmedas.



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Quiero decir algo, aprovecho el espacio.
Lo anterior tiene una, digamos, dedicación que surge, digamos, de una inspiración. Otorgo mención al Sr. Juan Hundred, creador de El subte viene lleno (link arriba, en el texto).
Como bien le comenté a él, vale aclararlo también acá. No recuerdo cómo ni por qué llegué su sitio pero en sus escritos, en sus palabras, encontré un recuerdo del futuro que alguna vez soñé. Antes escribía, en el secundario, cosas que quedaron en el olvido, de algo que quise ser por un trimestre. El sr. Hundred, con intermedio de sus textos, fue el impulsor, sin quererlo, de que vuelva a intentar, siquiera, con la creación de cuentos, de historias. Por ello, gracias, muchas gracias.
De la misma manera, me hago paso para decirles a todo aquel que repudia mi manera, mis textos, mis creaciones, que se las arreglen con el sr. Juan Hundred, de él es la culpa.
Gracias, muchas gracias.

6 comentarios:

  1. Otra mini película, porque así es como se me ocurre describir la sensación que generalmente tengo al leer tus entradas. En la antigûedad, la Santa Iglesia amenazaba a los pecadores con ir al Infierno, hoy es el subte. Y se nota que deben estar preparándose para recibir más pecadores, porque lo siguen agrandando. Igual entre nos, prefiero un viaje así a volar. Un tubo de acero en el aire nunca terminó de convencerme. Por eso nunca soñé con ser piloto por más buenas que estén las azafatas. Abrazo!

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    1. Gracias, Ato, por eso de mini película. Es lo que quisiera generar, me falta mucho, lo sé, pero siquiera lo estoy intentando.
      En cuanto al infierno, la condenación al mismo, implicaría que existe la posibilidad de una salvación, de algo divino, un lado b, otra oportunidad, los dos a la final, no sé. En cambio, en el subte hay magia pura, es distinto, en el subte está el cielo, está el infierno, te sale dos con cincuenta.
      Fuerte abrazo, Ato.

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  2. Lo más cerca que estuve del Cielo en el subte fue una mañana de primavera, allá por el 89, cuando me tocó estar detrás de una hermosa mujer con escote pronunciado y recién duchada. Cuando salí, me fumé un pucho...Todos los demás días fueron entre el Purgatorio-Infierno. Abrazo!

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    1. Que imagen, Ato, pero que imagen!
      Es que, en la mayoría de los casos, el cielo se presenta una vez pero vale por miles.
      Fuerte abrazo.

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  3. El relato me hizo pensar en 'qué pasa cuando no pasa nada'. Bueno, es obvio que siempre pasa algo, pero con ciertas personas uno tiende a creer que 'siempre es lo mismo' es 'nada'.
    Me llamó la atención tu concepción de Infierno, jamás me enteré de que había una posibilidad de salvación allí, ¡de haberlo sabido antes, no me habría cuidado tanto de hacer alguna que otra maldad! Estoy a tiempo, así que hoy, como tengo que hacer combinación linea E con D, me voy a desquitar.
    Un abrazo.
    HD

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    1. Claro, Humberto, ahí también quería llegar. La costumbre, la repetición clásica y diaria, genera esa sensación de que nada cambia, de que todo está dado así, de tal o cual forma.
      En relación al subte y al cielo/infierno/purgatorio, permitame confesarle algo. En ocasiones me ha tocado ir por la línea b, de noche, digamos las nueve, las diez de la noche de un viernes. Obviamente, el caudal de personas es menor tanto en el anden como en la formación, dando lugar, así, a que correntadas de vientos cálidos acaricien el rostro, las ropas. Hay luz, también, dispuesta de una forma casi divina o dibina, mejor. Y, como si todo fuera poco, siempre hay un músico. Recuerdo preferentemente a un muchacho con un saxo, haciendo algo de jazz. También estaba aquel que, con un cajón peruano, daba sonidos de percusión de otra era, de otro momento. Aquel último, tenía la particularidad de tocar con los ojos cerrados, riendo, como sintiendo la música. Yo iba con un libro, con cualquiera, y todo encajaba, todo sabia bien. Magia pura.
      Fuerte abrazo.

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