sábado, 10 de noviembre de 2012

Decir que soy

En una ocasión, un estudiante de arte, de crítica al arte, me realizó una entrevista para un informe. Ante todo, como carta de invitación, le pregunté por qué criticaba, a dónde quería llegar. El joven no supo contestar. Pero sí supo preguntar, luego. Me indagó acerca de qué era el arte y no tuve salida. Me vi forzado a citar a San Agustín cuando dijo eso de que sí le preguntaban qué era el tiempo, no lo sabía; pero sí no se lo preguntaban, sabía la respuesta. A mi me pasa eso con el arte. Sé qué es el arte en la medida de que no existe en el vocablo, en la mente, en los rincones de mi pensamiento pero no puedo expresarlo y me desespero, me tiemblan las manos y una suerte de nostalgia y de euforia y de desazón con impulsos se mezclan. En ese instante no me reconocí, fue la segunda, la tercera vez que me habrá pasado en la vida. Tuve que pedirle al joven que me aguarde, que necesitaba respirar, que vayamos a descansar a una plaza por unos instantes y hablar de nada. Con la suerte de mi lado, él accedió y caminamos por las calles empedradas, pintadas de un naranja melancólico producto de los últimos albores de luz solar. Una suave brisa nos invadió y dejamos que nos invada. Encendí un cigarrillo al llegar a la esquina y recorrí los primeros metros de la plaza con el faso en la boca, apretándolo con mis labios rugosos para que el viento no lo separe de mí.
Nos sentamos en un banco, recuerdo que el banco era verde oscuro lleno de escritos de adolescentes que juraban amor. Le comenté al estudiante de crítico que eso era el arte. Él miró a su anotador y escribió mis textuales palabras. Y preguntó por qué. Le dije que el arte no es una estructura, no es una definición, el arte es aquello que te conmueve, que te inspira y que te transmite algo. Puede ser el banco de una plaza, una ola perdida en el mar, un suspiro de una chica abandonada o el boleto del tren. El arte es cada uno y lo que queremos de lo otro. Por eso es imposible criticarlo, porque a mí me trasmitió nostalgia, me inspiró un sentimiento ver ese banco manchado de promesas porque, por más que en la realidad no hayan durado más de unas pocas horas, está plasmado para siempre en la esencia del banco, en la eternidad de la plaza, en el momento del universo. Y eso me basta, eso es arte, lo que uno proyecta y lo representa desde el objeto, del sujeto, del fenómeno que aprecia. El resto es puro relleno, fórmulas, libros de texto.
Julián (recordé su nombre), anotaba puntillosamente todo lo que ibamos conversando sin darse la oportunidad de, siquiera una vez, mirar al banco. Se refirió a arte como Monet, como Blake, como un español que no recuerdo el nombre. Le dije que yo pinté replicas de cuadros de ellos pero que jamás me trasmitieron nada porque jamás esperé nada de ellos. Julián quiso saber qué era aquello que me inspiraba, de dónde obtenía la directriz para las pulsiones que conducían a la expresión en pinturas. La palabra pulsión me pareció repugnante ya que recordé mi infancia con un psicólogo luego de la separación de mis padres. Siempre sentí que esa distancia, ese alejamiento de mi madre y el constante reproche de parte de mí padre hacia mí, adjudicándome la culpa de la separación, me ha maltratado desde la tierna infancia. Fuí hijo único y excusa única, también. Así, con la innovada función del profesional mental dentro de la sociedad, me enviaban al psicólogo dos veces por semana por varios años hasta que pude decidir escaparme de sus garras, también de mi padre. Recuerdo el lugar que oficiaba de diván  lúgubre, con olor a humedad y un par de gatos moviéndose lenta pero perpetuamente, observándome desde cualquier punto de la habitación. Todo el tiempo observado por tres, como una santa trinidad de procesos cognitivos. Y la palabra pulsión se repetía, lo veía en los labios de Julián, en sus ojos que quería repetir pulsión, quizás una palabra nueva para él pero tan vieja y tan amarga para mí. Ví la brisa en los ojos de Julián, su crítica, su repulsión (otra vez la palabra pulsión) en sus gestos, en su forma de mirar, de tomar nota, de levantar las cejas cuando preguntaba. Sentía el sonido de su respiración, de suspiros que juzgan como los juicios de Nüremberg, como a punto de verme firmar un tratado de rendición como el de Versalles. Y me miraba, acentuaba con su cabeza hacía delante la necesidad de una respuesta.
Cuando dejé de correr, ya había cruzado la plaza entera, el parque entero y estaba caminando por entre mesas de bares, con un cigarrillo encendido y con el dejo amargo de la cara de Julián y su forma de agitar los brazos cuando me marchaba, pidiendo que vuelva. Sentí recorrer una fría y gorda y honda gota de sudor sobre mi cuerpo caliente, a medida que todos me observaban. Veía caras difusas, como en un sueño, distorsionadas por la poca claridad del día que se volvía noche, por luces de neón, artificiales, que se mezclaban con sombras, con rostros con risas, con carcajadas de caras que no tenían forma, que tan sólo eran una mancha negra mezclada con los dejos anaranjados del sol que se agotaba.
Reanudé mi marcha hacía mi hogar y tropecé, al entrar, con un lienzo que estaba por terminar. Lo miré y no le encontré sentido, ni un rastro de inspiración, de sentimiento, sin una pizca de arte. Tomé el cuchillo que usaba para dar retoques a ciertas partes de la pintura y corté el cuadro de forma diagonal, desde la arista superior izquierda hasta la punta inferior derecha. Respiré, respiré hondo y sentía que me mareaba, que veía la cara de Julián juzgándome, como sentado en la punta del taller que era mi casa, desde la sombras, tomando notas. Los ojos se me nublaron y no me quedó más remedio que llorar, que darme al llanto.
Cuando desperté, las renovadas luces del sol se reflejaron sobre el cuchillo apuntando al lienzo destruido. De pronto, pude ver. Pude entender y comenzar. Tomé un lienzo nuevo, las pinturas y, todavía sin entender sí estaba despierto o dormido, sí en verdad era yo u otro, pinté. Comencé por una pequeña ventanita del lado superior izquierdo, con una mujer mirando al mar. El resto fue relleno, cosas de dejar bruscas pinceladas por ahí, por allá. Y supe que nadie me podría entender jamás toda la concepción de la obra, su origen, la ventana, la mujer, el mar.
Por eso la exhibí, para regodearme de que nadie, nunca, podrá saber qué era lo que yo quería, no podría haber crítica valedera porque no habrá forma de apreciación, de saber, de querer creer. Nunca esperé que ella lo entendiera, que ella supiera.
Bueno, creo que sólo bastará decir que soy Juan Pablo Castel, el pintor que mató a María Iribarne (aquella persona que pudo entenderme, que pudo mirar el origen, la ventana, la mujer, el mar, el túnel).

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Imagen de acá

3 comentarios:

  1. Y ya que Blog de Culto es too much, en este blog oculto comentaré lo siguiente.

    Yo tampoco sé qué es el arte, pero sí qué es cagarse de frío. Lo que sí puedo recomendarle que fumar y correr no van juntos, tampoco cuando siente una sensación de ahogo. No, no soy médico, sólo fumador, pero con algo de sentido común.

    Y hablando de arte, Lanús nos acaba de pintar de la cara, así que si le digo que garabatos en un banco de plaza u olas en el mar no son arte, no me discuta. El lienzo no está para pinceladas. OK? Abrazo desconsolado...

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    Respuestas
    1. Lo he hecho, en una ocasión, más de pendejo, con la cabellera despeinada de experiencia. Jugar al fútbol y fumar. No, totalmente repudiable ese accionar. Pero son medidas desesperadas que, a veces, uno no nota hasta que todo confunde.
      Y sí, los mellizos están llevando medianamente bien al Granate. Están peleando la punta, están jugando bien.
      Y, ustedes, no sé, llegarán a clasificar a las copas pero no se sacan el karma de los promedios. ¡El gran fútbol argentino!
      Abrazo de gol, como diría un Perfumo desconsolado.

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