Una singular especie de leyenda o mito o cuento formado en los tiempos de la expansión de los imperios, narra lo que ocurrió en aquella travesía que realizó Alejandro Magno y su ejército en pro de llegar a la conquista del Golfo Pérsico. Habiendo hecho un alto en un pueblo perdido en medio del desierto, al principio de la aventura, luego de haber tomado Egipto, la marea de hombres de Macedonia no resistieron la tentación. Llevaban años en distintas luchas, muchos no habían visto crecer a sus hijos o siquiera conocerlos al nacer, mucho menos recordaban los placeres de hacerse favorecer por una mujer. Quizás presos de los deseos carnales, forzaron a todas las jóvenes del pueblo de Abdul Kharnham, parte del resquebrajado imperio persa, a mantener relaciones con ellos. Alejandro, en duda de su sexualidad, se hizo favorecer por una señorita para no desentonar del resto. Pasaron dos días más de lo previsto en Abdul Kharnham con la excusa de verse invadidos de la ausencia de mujeres en un futuro inminente. Luego, prosiguieron viaje, con los instintos un tanto más saciados.
Cierta tarde, paseando con su novia por la plaza de San Miguel, Andrés Casares se dió cuenta que ya no la amaba más. Andrés era un muchacho del barrio, vivía sobre la calle Sarmiento, a unas seis cuadras de la plaza de la localidad. Conoció a Camila por las casualidades porque jamás sintió creer en las causalidades. En fin, llevaban cierto tiempo juntos pero un paso en falso sobre una serie de baldosas que se encuentran cerca de la calesita, puede producir las realidades menos pensadas. Se comenta en las cafeterías y en la vieja biblioteca que un suerte de conjuro se digna de pararse sobre esas baldosas. Al parecer, la serie de pasos precisos corresponde a los lugares donde los ejecutados pisaban antes de llegar a la horca de la plaza pública. En este caso, Andrés cometió el desatino de tropezar y agacharse los cordones. Al incorporarse, no amó más a Camila.
Bien se sabe que la entrega física no es corresponsal a los latidos del corazón, sentimentalmente hablando. Por ello, Andrés siguió con ella un tiempo más hasta saciar sus instintos mientras buscaba aventuras y amores fugaces por otros lados.
Muchas veces, el pobre muchacho quería dejarla por piedad, por no aprovecharse de la gratitud de ella empero los fantasmas de los impulsos y de los juegos mezquinos lo llevaban a hacerse rogar, a lastimarla, a jurarle mañanas que nunca han de llegar.
En cierta ocasión, Camila juntó coraje para alejarse de Polaco, como acostumbraban llamarlo a Andrés. Logró su cometido, dejándolo en la pizzeria de la calle Belgrano, marcando los dejos de sus pasos lentos con crispaciones de lágrimas que rebotaban en el suelo antes de desaparecer y fusionarse con el resto. El Polaco Casares no la buscó. Sentía que aligeraba su marcha a lo incierto y que el sabor de la alegría triste le redoblaba la agudeza de los sentidos.
Es tanto claro que el Polaco se dió a la noche, a los amigos, a las conquistas fáciles. Camila, en cambio, lloró por él, por el amor, por la fragilidad de los dichos.
Sin embargo, cierta fórmula se brinda a los desolados. Esta ecuación está vedada al razonamiento cuando el mando se encuentra bajo la influencia de los sentidos, del corazón. Cierto erudito razonó y simplificó que toda recuperación es la sumatoria de tiempo y amor propio. Todo un sin sentido para aquel que está preso del sufrimiento. Aunque, pasado el compás de los relojes, todo se hace un tanto más claro. Como le sucedió a Camila que luego de secarse los recuerdos de Andrés, se entregó a su vida, a dejarse soñar una vez más.
Luego de que el ejército Macedonio cruzara los horizontes distantes del desierto, el pueblo entero de Abdul Kharnham se reunió en el lugar de culto para pedirle al dios Ahura Mazda, creador de todo, que les brindé alguna satisfacción luego de la vergüenza y la profanación que aconteció a la urbe. El dios respondió de forma tardía y misteriosa para el pueblo: hizo que todas las mujeres que habían sido profanadas, quedaran embarazadas de niños varones. Estos jóvenes crecieron fuertes y robustos, siendo entrenados para la guerra. Se les fue siempre negado el motivo de su origen, la raíz, el nombre del padre.
Escatimando recursos y anecdotarios, se conoce que al retorno del ejército de Alejando, los generales pidieron por volver por el pueblo de Abdul Kharnham en busca de nuevos favores. Todavía brillaban en las pupilas de los soldados los tiernos muslos y las inocentes miradas de las jovencitas ultrajadas. Alejandro Magno pensó que no era lo mejor asistir al retorno (quizás por su proclamada homosexualidad; quizás porque entendió que uno jamás regresa, que el sol no es el mismo el de hoy que el de ayer). Sin embargo, Alejandro no quiso fastidiar a los generales y al ejército agotado. Se dirigieron al pueblo, donde una horda de soldados entrenados desde el día de su nacimiento, aguardaba para romper con la invasión.
Una noche otoñal, de calor con ráfagas de viento suave y tibio, Andrés se divertía, borracho, con una señorita, merodeando las inmediaciones de la calesita. En un tropiezo del destino, volvió a repetir la suerte de los pasos necesarios para invocar el hechizo. En esta ocasión, se revirtió. El Polaco Casares se encontró con una desconocida queriéndolo levantar y besarlo pero éste se resistió anhelando el abrazo de la mujer amada. Salió corriendo en búsqueda de Camila.
Al llegar las tropas de Alejandro, fueron mutiladas. Nadie sobrevivió. La historia oficial cuenta que Alejando en realidad murió, dejando un cuerpo joven, por la zona de Babilonia, años después. En realidad, fue el ejército formado de Abdul Kharnham que tomó posesión de las vestiduras y de las funciones de la tropa oficial, siendo el propio hijo de Alejandro que condujo al conglomerado de hombres hacia otras tierras, expandiendo el reinado. En verdad, el hijo de Alejandro, que se hizo pasar por el padre que no conocía, murió de tristeza, de llevar una vida que no era de él, de ser otro hasta el último de los suspiros.
Cuando Andrés Casares logró encontrar a Camila, ella ya estaba siendo homenajeada por otra persona. De todas formas, el muchacho de San Miguel la cortejó pidiendo que vuelva, afirmando que había cambiado, que hoy son los mañanas todos juntos, esos prometidos. El Polaco, en verdad, cambió. Se hizo otros, en realidad. Con la necesidad hecha piel, realizó todo lo humanamente posible para hacerse del amor de aquella que juraba amar a otro. Con esa premisa, Andrés quiso ser ese otro hasta con el último de sus suspiros.
En el mar de la desesperación, hizo de todo menos ser él mismo. Camila siguió con el otro muchacho, un joven de Caseros que engañó su parecer, haciéndola creer que lo que él brindaba era el verdadero amor. Camila inventaba cada día nuevas astucias para rechazar a Andres, a quién la desolación le invadió hasta en los abrazos del sol.
Entonces, fue así como el Polaco Andrés siguió en búsqueda de ser otros para reconquistar el amor de la mujer que había dejado, encontrándose con la desesperación de la mejor de las agonías: la de intentar lo imposible en búsqueda de gustarle a la mujer que a uno no lo quiere.
Interesante melange de aspectos históricos y vigentes. Mi conclusión es que antes a las mujeres se las seducía con la espada y ahora con la lengua. No sé cuál es más filosa y lastima más, pero lo que queda claro es que la mujer herida es más temible que un ejército de macedonios y que hay ciertas baldosas que conviene no pisar. Algo de eso sabía el personaje de Jack Nicholson en Mejor Imposible. Disfruté mucho el relato! Abrazo!
ResponderEliminarEs muy interesante lo de la espada y la lengua. La fuerza no está de nuestro lado, queda en la parla. Pero, a veces, en el afán de la conquista, la lengua no alcanza, se nos revierte, metemos la pata.
EliminarY sí, la mujer herida no es lo más recomendable que pueda existir.
Me alegra que lo haya disfrutado. Ahí va otro.
¡Fuerte abrazo!