Usualmente, cuando bajo del tren, del San Martín y bajo en San Miguel, cuando vengo de Retiro o de Palermo o de Chacarita, es decir, cuando viajo en el tren a dirección a Pilar pero me bajo en San Miguel, me separo de la manada, del rejunte, de las caras lánguidas que arrastran penas hasta la parada del colectivo, eufóricos de llegar a la casa para ver el suave goteo del reloj de la vida, plasmado en algún canal, en algún noticiero, mientras piensan en qué momento todo salió mal, en qué punto pisaron el palito. La cuestión es que yo me aparto, un poco, y no sigo por el andén sino que tomo las escaleras, paso por encima de los rieles, de la maquinaria, luego me introduzco en un primer piso atestado de moscas, de olor a orín fresco, de ausencia de luz. Acto seguido, bajo, bajo hasta las boleterías, donde la primera imagen es un bar, pequeño, triste, donde la gente compra y consume milanesas completas y fuma, la gente fuma mucho. También ahí, en el hall, se puede ver las dimensiones, las esquelas de la gente que corre, que quiere tomar el tren, que quiere irse a algún lado, que se apura por sacar boleto, que se enoja con el reloj, con el que atiende, con el que está adelante. La gente está apurada, corre.
Salgo, sigo
caminando. Los días de semana, noto esto cuando tengo que asistir a trabajar, a
dejar gotitas de mí en un lugar donde soy tan desechable como los bidones de agua que piden, como los vasitos de telgopor donde la gente deja saliva y muerde los bordes. Pero voy, por una módica suma de lo que, para ellos, vale una persona. No gano un carajo y me están por pegar un boleo, quiero decir. Pero el paisaje es lindo y puedo robar elementos de librería, ganchitos, lápiceras, voligomas hasta el hartazgo, un manotazo de ahogado, un suspiro de última vez. El bar esta cerca, eso es bueno.
Sin embargo, lo que acá hace todo, lo que importa, es el trayecto porque algo pasó mientras caminaba por la plaza, bordeándola. Los fines de semana se suele armar una especie de feria. Hay de todo: artesanías, ropa, dibujos, pinturas, libros, sahumerios y minas que leen el destino en la palma de la mano, en un mazo de cartas, en la borra de un café, en las marcas que los incisivos hacen en un chicle de menta. Y la gente corre a comprar, a mirar, a tocar, a llevarse a la casa cosas que jamás pensó en llevarse. La gente va y compra, compra una réplica de un pekinés, tamaño natural, tallado en madera o se hace leer el pliegue de las grasas en el cuello para saber si jugar el cincuenta y seis en la nacional o en el sorteo de la lotería de la provincia.
Lo llamativo, es que todos se desesperan por comprar, por mirar, por persignarse frente a la iglesia, por caminar, por ver qué sigue después. Y ahí, justo ahí, pasa todo.
La gente se detiene, saca una foto, se ríe. Los niños hacen morisquetas con las manos, sin saber qué hacer con ellas, comos si fuese la primera vez que tienen manos y las usan, las retuercen, se tocan la narices empapadas de mocos, de frío, y también miran porque los padres les dicen que miren.
El momento es colosal, único, irrepetible. Las personas, la gente, que no detecta el instante y sigue caminando, corriendo, por una oferta en un local, por un colectivo que no espera, siguen dando vueltas como las apresuradas volutas y jirones que las hojas secas del otoño ensayan en el aire antes de rebotar y aniquilarse en el piso de las plazas, antes de ser pisadas, justamente, por la gente que corre. Aquellos que se detuvieron, hacen el cuadro.
Una estatua viviente. Un tipo pintado todo de color cobre y oxido, usando un saco también pintado del mismo color, parado sobre una pequeña protuberancia que simula ser una gran roca. El tipo no se mueve y por eso la gente se detiene, para ver qué va a hacer, cuánto habrá que pagar para que haga algo. Y lo que llama la atención, el gran signo de admiración en toda la historia, es que no ha dejado ningún gorro, lata, vaso, sombrero para depositar una moneda, alguna retribución, para poder forzarlo a ejercitar el movimiento. Muchos adultos y muchos niños se acercaron con un billete en la mano, queriendo depositarlo en algún lado, hacer que el tipo se mueva, siquiera un rato, pero se encontraron con el mayor desconcierto a no saber cómo funcionaba el intercambio.
En ciertas ocasiones, es posible vislumbrar la intolerancia y el fastidio de las personas que, subsumidas en un movimiento de masas, no pueden tolerar alguien que va en contra, uno que piensa distinto. Por eso, las personas empezaron a putear, a silbar contra el hombre sonriente sobre la roca, todo vestido y pintado de cobre y oxido, porque dos movimientos se habían producido desde el hombre que, todavía, no había lanzado un suspiro.
Dos movimientos que bastó para dejar perplejos a algunos, destruidos a otros e inconmovibles a terceros que no entendieron un carajo. Dos movimientos que se produjeron adentro, en los pensamientos, en los billetes colgado de las manos, en el frío golpeando las narices. Dos movimientos como dos pasos, dos pasos que rompen las hojas secas de un otoño floreciente.
Dos movimientos resumidos en la prisa constante que no deja mirar el paisaje. Dos movimientos resumidos en la corrupción de todo por el todo, de una mentira compartida, de la devastación de todo cuando vemos que el dinero no logra los movimientos deseados.
El tipo sigue sin moverse, sonriente al ocaso, mientras el público cambia. Y la nueva audiencia se alegra, queda fascinada por la tolerancia a no moverse. Después, la gente se desespera, quiere que se mueva y busca dar plata a cambio. Y así.
El momento es colosal, único, irrepetible. Las personas, la gente, que no detecta el instante y sigue caminando, corriendo, por una oferta en un local, por un colectivo que no espera, siguen dando vueltas como las apresuradas volutas y jirones que las hojas secas del otoño ensayan en el aire antes de rebotar y aniquilarse en el piso de las plazas, antes de ser pisadas, justamente, por la gente que corre. Aquellos que se detuvieron, hacen el cuadro.
Una estatua viviente. Un tipo pintado todo de color cobre y oxido, usando un saco también pintado del mismo color, parado sobre una pequeña protuberancia que simula ser una gran roca. El tipo no se mueve y por eso la gente se detiene, para ver qué va a hacer, cuánto habrá que pagar para que haga algo. Y lo que llama la atención, el gran signo de admiración en toda la historia, es que no ha dejado ningún gorro, lata, vaso, sombrero para depositar una moneda, alguna retribución, para poder forzarlo a ejercitar el movimiento. Muchos adultos y muchos niños se acercaron con un billete en la mano, queriendo depositarlo en algún lado, hacer que el tipo se mueva, siquiera un rato, pero se encontraron con el mayor desconcierto a no saber cómo funcionaba el intercambio.
En ciertas ocasiones, es posible vislumbrar la intolerancia y el fastidio de las personas que, subsumidas en un movimiento de masas, no pueden tolerar alguien que va en contra, uno que piensa distinto. Por eso, las personas empezaron a putear, a silbar contra el hombre sonriente sobre la roca, todo vestido y pintado de cobre y oxido, porque dos movimientos se habían producido desde el hombre que, todavía, no había lanzado un suspiro.
Dos movimientos que bastó para dejar perplejos a algunos, destruidos a otros e inconmovibles a terceros que no entendieron un carajo. Dos movimientos que se produjeron adentro, en los pensamientos, en los billetes colgado de las manos, en el frío golpeando las narices. Dos movimientos como dos pasos, dos pasos que rompen las hojas secas de un otoño floreciente.
Dos movimientos resumidos en la prisa constante que no deja mirar el paisaje. Dos movimientos resumidos en la corrupción de todo por el todo, de una mentira compartida, de la devastación de todo cuando vemos que el dinero no logra los movimientos deseados.
El tipo sigue sin moverse, sonriente al ocaso, mientras el público cambia. Y la nueva audiencia se alegra, queda fascinada por la tolerancia a no moverse. Después, la gente se desespera, quiere que se mueva y busca dar plata a cambio. Y así.
Por la plata baila el mono, viaja la gente en trenes atestados, se vengan algunos empleados a lo "piratas de librería", algunos CEOs que solían ser buenos pibes se convierten en tiranos y hasta tal vez un tipo oxidado se mueva, pero suele pasar que algunos, muy pocos, no abandonan sus sueños y sólo un puñado los torna realidad. Suelen conocerse como "suertudos, perseverantes, incorruptibles, etc" - Tal vez los sueños estén sobrevaluados, pero cada tanto vale la pena intentarlo. Abrazo!
ResponderEliminarAunque reflexionando un poco sobre la frase final, habría que ver si bajo el modo "cada tanto" se pueden alcanzar. Lo dudo.
EliminarEl cada tanto es, por lo menos, el primer paso a todo. Peor es sumergirse en la quietud, que no pase nada. Y, mucho peor, es pensar que los sueños son esto, acomodar las piezas para que el cuadro no se vea tan mal.
EliminarFuerte abrazo!
Si bien tu visión optimista sobre el "cada tanto" es hasta cierto punto compartida, recordá que generalmente alcanzar los sueños no es fácil, es 90% perseverancia y 10%, bajo el modo "cada tanto" vas reduciendo las posibilidades. Ni hablar que ni siquiera cuentes con ese bendito 10%. Un ejemplo, vos publicás regularmente, sin importar si te siguen 2, 4 o 10.000. Es una buena señal. Habrá que ver si dentro de 5 años seguís haciéndolo en un blog o tengamos que pagar el precio de un libro para hacerlo (yo igual, apelo a mi rango de seguidor fiel y espero gratuitidad o precio de amigo) Abrazo!
EliminarPerdón, me faltó aclarar: 10% suerte.
EliminarSí, es cierto. La concreción de todo es el resultado de la correcta yuxtaposición de perseverancia y un golpe de suerte.
EliminarEspero estar parado en el lugar indicando, en el momento preciso y poder darte un descuento en algun libro recopilador de cuentos o una novela. Jajaja.
Fuerte abrazo!