Me acodé en la barra del bar. Necesitaba descansar un poco, había caminado demasiado aquel día. El sol emprendía su camino de retorno y las brisas del frío otoñal se hacían sentir a simple vista.
Siempre me ha parecido curiosa la selección de la memoria, del cómo uno es capaz de recordar ciertas banalidades y cómo es posible olvidar otras cuestiones de, quizás, gran importancia. Bueno, me acuerdo que en la llamada ocasión había pedido un café cortado, un vaso de jugo de naranjas, un fosforito y un cenicero. Sin embargo, no logro concebir de cómo y en qué momento apareció Horacio y se sentó al lado mío, dando la espalda a la barra, apoyándose en ella, mirando, regodeante, a todo el resto de las mesas. De eso, ves, si me acuerdo.
El resto, es cuestión de que sucedió, de evocar un acto no justamente por la memoria sino por la repetición concordante, como cuando te dicen que no, que no te van a dar un aumento, que no van a salir a tomar algo con vos, que no te van a dar el préstamo, que ya no quedan medialunas de manteca. Bueno, el tema es que concurrí al bar en varias ocasiones y por ello me acuerdo de lo que pasó.
En cada ocasión, acontecía el mismo acto. Yo cambiaba de lugar acorde a la circunstancia. Me movía en mesas individuales, otras veces en alguna más grande por llevar el portafolio y los papeles del trabajo más allá de la jornada laboral, algunas veces repetía la barra y así. Pero Horacio era inmutable. Siempre acodado a la barra, apoyando los codos sobre la misma, dándole la espalda, arqueando la espalda un poco y mirando a los demás personajes de la trágica escena. Porque lo que pasó fue trágico para todos. Fue trágico pero cómico, a la vez. Como un cachetazo con un salmón de cuatro kilogramos, en la cara, de lleno; como si te despertaran así, todos los días, con el salmón. Tragicómico.
No sé bien de dónde rugió la pregunta, porque la pregunta rugió, como de una gangrena en la garganta, como salida con humo espeso de tabaco negro. Horacio no supo bien quién fue aquel que balbuceo el interrogante pero nos miró mal a todos ya que todos nos reímos. Hasta los que recién llegaban se reían, los que apenas cruzaron la puerta se reían. Claro, no sabían de qué pero se reían. Ya lo dije antes, creo, la gente está muy sola y no sabe qué hacer.
Horacio se paró, primero se deslizó desde el asiento firme, estático, fiel a la barra, y se paró. Con los puños cerrados y pegados a la cintura, como formando consigo mismo una tetera de doble asa, nos increpó.
Me olvidaba de decir algo, de recordar algo que hace a todo esto. Ahora lo estoy escribiendo porque sé que me voy a olvidar; algún día los libros acomodados de mi memoria van a caer, uno por uno, o de a montones, y todo va a permanecer en el olvido. Y no quiero que lo mismo pase con esto. Por eso, recuerdo que Horacio vestía, siempre, con la indumentaria de la selección de Brasil. Y con una vincha de un bordó gastado sobre la cabeza, intentando frenar la avanzada de unos cabellos rizados, erosionados por el viento. Horacio contaba que estaba esperando una llamada de la comisión deportiva de Brasil, que ya le habían dicho que en el próximo mundial él iba a participar, que iba a jugar y que por ello se estaba preparando. Entonces, todos los días venía al bar, vestido así, de un amarillo reluciente y traspirado, con la frente brillosa de sudor, a sentarse, a acordarse sobre la barra con la espalda un poco arqueada, a mirar a cómo oficinistas hablaban de mujeres que jamás conseguirán, sobre lo que les hace falta la guita, de esas cosas que suelen hablar los oficinistas.
Quizás alguno de ustedes lo habrán visto a Horacio corriendo por Avenida Corrientes, cerca de Once, por las mañana y, a veces, por la tarde, vestido todo con la indumentaria de la selección brasilera mientras los automovilistas, personas qué no se aguantan a sí mismos, lo insultan, le dicen que siga corriendo que falta poco para el mundial, se le ríen y, a veces, le escupen. Tanto sea sí alguien lo ha visto o no, es menester saber lo siguiente.
Esa pregunta que quedó boyando, titilando en las tazas de café, dejó mudo a Horacio. Porque, más allá de que se haya parado, que nos haya señalado, no pudo contestar debido a que, más allá de las risas, el tono y la selección de palabras para decir lo dicho, dejaban la vaga sensación de que se habían pronunciado con bronca, con ganas de herir. Yo, que estaba cerca de la puerta, en una mesa individual, pude ver, a medida que se acercaba para irse, el rostro curtido de Horacio, quien ya pasaba la frontera de los cuarenta años. Hizo un gesto, como de un chico, de un nene. Arrugó la pera, las comisuras de sus labios se pronunciaron en un amargo pliegue y se marchó con la cabeza agachas, casi juntando las cejas, tapando los ojos cerrados, contenedores.
No recuerdo bien la pregunta, la formula exacta pero señalaba la inoperancia de Horacio, la mentira compulsiva, la imposibilidad de vivir así, de qué ganaba con ello. A falta de entendimientos, el ser humano es, por naturaleza, estúpido.
Sin embargo, Horacio volvió al otro día, con la frente sudada y con las medias de Brasil arremangadas, mostrando sus canillas. Se acodó a la barra del bar, los mismos movimientos de siempre. Pero, esta vez, ordenó una medida de grapa, la cual bebió en un instante.
Muchos murmuraban risas, se escondían en improvisados comités para hacer chistes sobre Horacio hasta que estruendosas risas cortaban la tensión del ambiente.
Todos pensaron que Horacio repetiría la misma secuencia del día anterior: deslizarse, pararse, señalar e irse. Pero no. Esta vez, y he aquí todo, se quedó acodado en la barra, con la espalda un poco arqueada, mirándonos a todos. Y se reía para sí, bajito.
- Ustedes me han acusado – dijo – de que vivo en una mentira, de que no me van a llamar a jugar siquiera un partido en la plaza y que todo lo que hago es al pedo, ¿cierto?
- Es cierto. – rió uno de camisa a rayas, pegado al ventanal que da a la calle, mientras sus compañeros se codeaban y tapaban sus bocas para contener la verborragia de sus risas.
- Bueno, tienen razón. Todos, cada uno de ustedes, tienen razón.
Todos callamos. Se escucharon el choque de las tazas, de vasos, de cubiertos que se caían desde la cocina del bar, más allá de la barra, más allá de Horacio. Después de una breve pausa, continúo.
- Sí, es cierto, no me van a llamar de ningún lado. Tampoco tengo un peso partido a la mitad para ir a presenciar un mísero partido. No, señores, Odines de todo esto, no tengo nada. Sólo salgo a correr un poco a la mañana, a veces por la tarde, y después vengo acá y los miró, los escucho y, en contadas ocasiones, meto bocado de algo. Jamás los he molestado, ¿o sí?
- …
- Bueno, les comento algo. Algo que acá hace la diferencia, de por qué soy mejor que ustedes en cualquier aspecto de la vida. Y escúchenme bien, pedazos de escoria.
En ese instante, algunos quisieron reír, otros dejaron sus anteojos y diarios de lado. Todavía me admiro de recordar, esas cosas de la memoria, de cómo se detuvo el tránsito y ningún ruido se emanaba desde las calles.
- La diferencia entre ustedes y yo es que yo sé que miento. Sé que jamás jugaré un mundial, que todo esto no lleva a nada pero igual lo sigo intentando. Tengo otros sueños, sí, que día a día se van agotando pero tengo la reluciente fe de que todo puede cambiar y para mí eso es lo que importa. Pero lo básico, lo esencial, es que sé que miento, que todo esto es una fábula. Ahora bien, ustedes no. Ustedes, malditos, no saben que mienten. No saben que se mienten a ustedes mismos y he ahí la diferencia. Día a día, se creen enamorados de una mujer que espera ansiosa el momento de que ustedes se vayan de la casa. Día tras día, se aprestan a dejar lo mejor de sus vidas, los instantes más preciados, en trabajos que detestan, en profesiones inmundas que eligieron por la guita que les dejaba, guita que jamás comprará aquello que más quieren. Y también ahí pasa algo, compran. Todo el tiempo compran. Compran todo. Si putas con tuberculosis se vendieran en los stands de los supermercados, ustedes las comprarían, llenarían el chango de putas con tuberculosis para después preguntar si hay algún descuento por unidad o usando determinada tarjeta de crédito. Y se matan. Se matan todos los días, duermen poco, viven poco, comen poco, toman mucho, pensando que un día todo será distinto. También ustedes tienen fe. Pero ustedes se quieren morir, todo el tiempo buscan morirse. Y ese es su ultimo destino, ahí está su fe, en morir. La están esperando, ansiosos, pensando que serán redimidos, que la muerte los liberará de todo, que serán héroes. Pero no, ustedes están muertos desde hace mucho tiempo.
Horacio, me enteré, siguió yendo al bar, acodándose en la barra, con la espalda un poco arqueada. Por mi parte, dejé de concurrir.
Porra, rapaz, você me fez até sentir vontade de ir lá no Brasil para falar com o treinador e colocar o Horácio na seleção auriverde!
ResponderEliminarQuantos personagens desse jeito existem nos bares de Buenos Aires, muitos mais dos que as pessoas acham, basta só com acotovelarmos no balcão de um deles para ouvirmos estórias assim...
Um grande abraço.
HD
Bueno, Humberto, muito obrigado.
EliminarHablando de personajes, el tipo que corre por Corrientes a la mañana, vestido con la indumentaria de Brasil, existe. Yo tenía más o menos diagramada la historia pero me faltaba el interprete, alguna justificación y los pequeños detalles. Me lo crucé en la semana, camino a la facultad, corriendo contra el viento. De esos personajes está hecho el bar de la vida.
Fuerte abrazo.
La verdad, es que Horacio también se miente, creyéndose mejor a los demás por algo tan nimio como eso. Lo digo con conocimiento de causa, porque algunas veces me suele pasar - Me cuesta asimilar que pudiera ser tan mediocre como la mayoría. Me cuesta asimilar que mi vuelo pueda ser tan llano las más de las veces. La soberbia de creerse superior es embriagante, pero como toda curda, termina y algunas veces mal. Una pena que no haya una pipeta, salvo la propia conciencia. Un fuerte abrazo!
ResponderEliminarClaro que termina ya sea porque hay "en verdad" alguien mejor a uno o porque nadie puede ser mejor en todo y pesa lo cualitativo o porque bien se deja estar y esas cosas.
EliminarDe todas formas, no sé cuánto Horacio es mejor que los otros o simplemente igual. Digo, el tipo volvió al bar al otro día, a ver a los otros. Uno depende de los otros si quiere ser mejor o peor. Y eso ya nos hace iguales.
Fuerte abrazo.
Pd: ¿Hay algún detalle más sobre la reunión?
Uno depende de los otros si quiere ser mejor o peor. Y eso ya nos hace iguales. Interesante premisa o como se llame la cosa.
EliminarDa para debatirla...En otro momento.
La reunión calculo que será el Vie 19 en Belgrano a la noche o el 20 en casa al mediodía. Calculo que será en casa, pq todos creen que se van a llevar un asado de arriba...Ésta!! jaja!
Pero claro que será puesta en escena cuando demande la ocasión.
EliminarJajaja. Por los comentarios, sí, creo que muchos piensan eso. Te molestaba con la pregunta porque claramente estoy interesado en ir y tengo que arreglar en el laburo para ello.
Como dije, las dos opciones me caen bárbaro.
Fuerte abrazo!