miércoles, 13 de marzo de 2013

De hojas de durazno

Su expresión ya no fue la misma. Sí, volvió a sonreír, a abrazar, a mostrar afecto, a decir te quiero y esas cosas que nos ayudan a expresarnos. Sin embargo, todas esas acciones parecían más obedecer a la rutina, al uso y a la costumbre.
Él no volvió a ser el mismo desde que escuchó cómo el golpe del metal contra el metal sellaba la puerta. Los candados se retorcían y los juegos de llaves hacían su típica danza ceremonial para separar. Siempre ha resultado curioso cómo un molde, una figura de bronce, dentada, delgada y tan fácil de ser otra cosa, otra llave, pueda sentenciar destinos, separar en mitades, hacer pertenecer como alejar a lo no querido.
Tuvo que ser fuerte, como pudo, como le salía. Por su esposa, por los nietos. Esas enseñanzas de que los hombres no lloran, que las lágrimas son para las mujeres, todo desatino. Pero no lloró. Sus labios se arrugaron, como hacia adentro y hacia abajo. Su boca segregó saliva, saliva amarga que con cada trago hacia temblar todo el túnel de transporte hasta el estomago. Un estomago vacío, sin fuerzas. Un estomago que duele, que tiene hambre pero que no quiere comer. Un estomago que se retuerce y llora por él. Le duele ahí, siente un vacío raro, un vacío como lleno por el estomago, quizás un tanto más arriba. Es muy difícil señalar a dónde duele cuando duele todo, cuando uno no es ajeno.
El sol le pegaba en la coronilla desnuda de la cabeza. Les dijo a los demás que se adelantaran, que el quería estar un momento solo.
Se sentó en un banco verde que habían arrimado para la ocasión.
Una suerte de aves se posaron sobre las ramas florecidas de un árbol de durazno japones. Le llamó la atención tanta contrariedad.
Una gota de sudor se desprendió de su cuero cabelludo y rodó por su nuca. Colocó sus manos sobre los muslos cansados y lanzó un suspiro que hizo cesar el canto de los pájaros que se encontraban cerca.
Se levantó del asiento. Se sentía desorbitado, como si se encontrara en otro plano, en otro mundo. Miró al cielo y la claridad de un celeste turquesa no le brindó respuesta alguna. Caminó un poco y se paró frente al vidrio. Apoyó su mano derecha sobre el mismo y cerró los ojos.
- Esto no debería de ser así. - dijo. Luego, giró por sobre sus pasos y se marchó.
Cada semana repite su visita, casi siempre solo. Todavía no puede focalizar el dolor, decir por dónde comienza o dónde termina, señalar alguna parte. Hay momentos que piensa que se siente bien pero los gestos que ya son ausentes o ecos del recuerdo, le hacen notar la ausencia, la imborrable marca de aquello que ya no está.
Le duele la ausencia del hijo, de saber que su único hijo ya duerme en el último de los descansos en el mausoleo familiar, en el cementerio de la capital. Y le acongoja algo particular, más allá de todos los dolores, un sentimiento, un dolor totalmente nuevo e inexplicable. Se le ha hecho piel el dolor de que, sin saberlo, también muere uno mismo al morir un hijo, porque es ver cómo nos apagamos. Duele porque entendió que los hijos son la última oferta de ser eternos en un mundo fugaz y efímero, de vivir nuevamente, una vez más.
Se pregunta, todavía, sí en verdad fue él que murió o su hijo. Las hojas perennes del árbol de durazno japones lo confunden aún más.



2 comentarios:

  1. Una dura pero hermosa manera de describir la muerte de un hijo. Abrazo!

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Gracias, Ato.
      Asumo que no hay palabra ni hay cuento que valga para tamaña perdida.
      Me inspiré en un suceso atroz y real que tiene otras vueltas, otros espectros muy triste.
      La vida de las personas participes merecían otra historia, siquiera que sea contado todo de otra forma.
      Fuerte abrazo.

      Eliminar