miércoles, 24 de abril de 2013

Ser todo, ser nada

No sé bien cómo hemos llegado a esto. Bajo qué intrincados caminos elaborados o tomados por los titilantes destellos de la suerte hemos caminado para llegar a este punto. Punto en el cual prestamos, digamos, un tercio de la vida para trabajar en, probablemente, lugares que detestamos, con personas que detestamos. Sólo algunos bienaventurados podrán estar orgullosos de las tareas que ejecutan que, sin embargo, son para otro, siempre son para otro. Y eso, por más pintoresca que sea la oficina, por más redundantes que sean las tetas de las secretarias, es triste, te anula un poco.
Pero todavía convive algo más sorprendente que lo anterior. Cuando expulsados de los arquitectónicos edificios donde se erigen suntuosas oficinas o marchando en filas desde las fábricas tumultuosas se emprende el camino del regreso, el trabajador se enfrenta a un desquiciado planteo: ¿Es conveniente volver?. Como si fuera poco, uno recuerda a una mujer que no lo quiere, cocinando algún plato que no quiere, manteniendo conversaciones que no quiere. El hombre toma el tren, el subte, el colectivo, lo que fuera, subsumido y triste en este pensamiento. Emprende, sí, el camino de retorno de forma casi inconsciente, movido o motivado por el diagrama de las calles, por el empujón de la sociedad de correr todo el tiempo. En ese trayecto, el hombre no está en este plano, no se encuentra en contacto con la materia. Puede ser todo los dioses, todo el Olimpo. Puede ser sus demonios y su salvación. Puede ser todo y no es nada.
Así me sentía después de trabajar un sábado otoñal, donde los resortes del sol acomodan cada instante. Salí después del mediodía, pensando que ya llegaba tarde a un asado en San Fernando. Aún no recuerdo bien ni cómo hice para llegar a la estación ni cuántos cigarrillos fumé en el camino. Solo me encuentro, guardado en el recuerdo, estar mirando por la ventanilla hasta hallarme dormido.
Sin querer, logré despertarme para notar que aún no había llegado a la estación Carupá, lo cual me alegraba por no haberme pasado. Sin embargo, no había superado, aún, la mitad del trayecto. Luego de consultar la hora, noté que habían pasado cuarenta minutos luego de subir al tren y que, acorde al cronograma, ya debería haber bajado en mi destino.
En una fugaz ronda de reconocimiento, viré mi rostro en distintas direcciones sólo para notar entrecejos de frustración, labios amargos de espera y brazos cruzados de enojo. Las conjeturas no tardaron en hacerse eco en los pasillos de la formación. Una señora mayor comenzó quejándose que la falta de inversión en el transporte público causaba esto, que con gobiernos de factos estábamos mejor. Una mujer elegantemente vestida hacía resonar suspiros y enviaba mensajes instantáneos, llamaba y pedía disculpas, que era seguro su llegada tarde. También se hizo notar la fatalidad de algún accidente, de lo idiota del ser al matarse y seguir molestando post mortem. Entre tanto, el tren daba intervalos de avance, haciendo un tanto más agónica la situación. No se hizo tardar el momento de hastío general para convergir en una marea de rechazos de explicaciones y urgida de una certeza explicatoria conjunto, claro, la llegada a destino. 
Todos se habían confabulado, lo pensaron bien. Todavía me sorprende la capacidad organizativa que tienen los cúmulos sociales cuando se trata de actos banales. Convergieron en saltar estrepitosamente de la formación, apartar al maquinista de su tarea y tomar el control del transporte hasta ser escuchados. La gente, creo haberlo dicho en alguna otra ocasión, está muy sola, nadie la escucha, como un animalito herido, rumiante en búsqueda de un abrazo contenedor.
Con la lenta marcha, el tren llegó a la estación. Para mi fortua, era Carupá. Sólo tenía que hacerme a un costado de la masa hervida en desesperación y hacerme del andén para llegar a la anhelada reunión.
Las puertas se abrieron, no con dificultad, exhalando el chillido impuro de lo hermético, como haber estado embolsado al vacío. Salieron desesperados, nerviosos, apretando los puños y mirando en todas direcciones. Hasta que al fin lo notaron. Una ambulancia se retiraba y pasajeros emocionados aplaudían y se abrazaban. Claro, eran pasajeros del anterior servicio o que ya se encontraban en el andén antes que nosotros. Un policía se acercó, conmovido hasta el llanto, tembloroso y con las pupilas dilatadas. Intentó hilvanar las palabras pero sus torpes labios temblorosos le impedían cualquier comunicación. Tomó aire, puso su mano izquierda sobre el pecho mientras con la derecha ejercía la orden de alto. - Nació.- dijo - No hay dudas, es el hijo de Dios. Y nació hoy, en el tren, ahí, donde están parados ustedes. - y rompió en llanto. Arrugó su gorra y ensayó un pseudo abrazo para si mismo.
Por lo pronto, los demás quedaron atónitos. A penas llegaron a soltar el maquinista, pensaron un poco y continuaron movilizados por la rutina. Seguro a alguno se le hacía tarde para algún partido, quizás una linda adolescente debía ir al Parque de la Costa y gritar en cada juego que subiera, posiblemente un nene estaba deseoso de dar su mundo por un pancho con papas.
Miré al cielo, el cual apartó las sorteadas nubes dando paso a un color entre turquesa y celeste. Coloqué mis auriculares en su disposición precisa. Caminé las cuadras necesarias. Pedí disculpas por haber llegado tarde. Dí gracias por haber llegado a tiempo.

___
* Este pequeño es tanto inspirado como dirigido a la reunión que se dio lugar en lo de Ato. Agradezco a todos por la cálida tarde. Cualquier agregado más de palabras, siento que será tan vano como corto.

5 comentarios:

  1. Que lo parió! No se te puede dejar viajar en tren Diego!! Ni quiero imaginar la historia del regreso en el 365, hilvanando calles oscuras y desconocidas.
    Pero es así, la vida, un regreso puede ser a una casa no deseada, el trabajo, la mejor parte del día, o al revés.
    Cada uno hace lo que puede para transformar su hogar y trabajo en algo agradable, porque uno es en gran parte lo que hace o dejó de hacer y siempre se vive con uno mismo, y ese uno mismo debe ser un lugar donde uno se encuentra bien. Home is where you hang your hat...(en tu caso podría ser tu cabeza)
    Abrazo grande!

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Cada uno hace lo que puede con lo que puede. A algunos les sale mejor, a otros peor.
      Cada uno es su casa, es su trabajo. Existe una especie de leyenda en China sobre los grandes maestros del Tao. En un recorrido de dos de ellos, encontraron a un tipo orando. Éste último miraba y rezaba hacía el cielo. Los dos maestros se le acercaron y le preguntaron algo como para dónde rezaba y el tipo señaló el cielo. Le volvieron a preguntar, en esta oportunidad, dónde estaba el cielo y el tipo señaló su corazón. Luego, se convirtió en un nuevo maestro del Tao.
      Me hiciste acordar de eso que es muy bonito.
      Fuerte abrazo!

      Eliminar
    2. Xie Xie (*) a vos por el cuento.
      (*) Versión argenta de gracias en chino, mandarín.

      Eliminar
  2. ¡Si hasta me parece haber padecido ese mismo tren!
    Con la diferencia de que no fui testigo del nacimiento del hijo de Dios, lo que (lamentablemente) me deja afuera de una posible beatificación, como mínimo.
    Un fuerte abrazo.
    HD

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Todos los trenes son los mismos, todos los vasos, las tazas de café. Entran en el mismo grupo categórico de ser una pieza, un objeto plausible de ser imaginado. Dios, también.
      Entonces, fuimos y somos testigo de todo. Ahora bien, no sé hasta qué punto podemos ser interpretes.
      Santo Humberto suena bien.
      ¡Fuerte abrazo!

      Eliminar