lunes, 21 de mayo de 2012

Migas

Le paso a un amigo de un amigo. Posta te digo. Me dijo que el otro estaba en un bar. No, un café, de los viejos, de los que parecen bares. De esos. En capital fue. Sí, un domingo casi como el de ayer. Te lo cuento así mejor.

Es en un bar. Te puedo decir que queda en una esquina. De esos bares que tienen una especie de cantero sobre la ventana, donde crecen flores, de colores las flores. Las ventanas empiezan justo después de los hombros, para mostrar cuello y rostros a la calle.
Juego con el diario mientras espero el café. Siempre me pregunté por qué tardan tanto en un café si después tiene gusto a haber sido filtrado en una media de un jugador de rugby. No importa, yo esperaba. Miraba el diario, el reloj, el teléfono, la tele, a la moza, sí, creo que miré mucho a la moza.
La miré tanto que se acerco. Me pregunto de mala gana si necesitaba algo, si había perdido algún objeto o si quería aceptarle una foto así no tenía que mover el cuello cada vez que pasaba. Acomodé el diario, todos miraban. Miré el reloj, el teléfono y la tele. Llegó el café con un vaso de soda.
Justo entro ella, como apurada. Directo fue al baño, sin preguntar. Atrás de ella, la moza recordándole que el baño es solo para clientes. Desde el fondo del bar, se escuchó que pidió un cortado en jarrito, que lo deje en alguna mesa, para uno, del lado de la ventana.
Fue sorprenderte cuan rápido le trajeron el café. Salió arreglándose el saco. Al llegar a la mesa, se lo saco. Desprolijamente, lo solto sobre el respaldo de la silla. La miré. Justo frente mío quedaba su mesa. Me miró. Hizo una mueca, un saludo ensayado con los pequeños hoyuelos que se le formaban al sonreír.
Seguí con el diario. El país mal, el mundo mal, los ciudadanos mal, el fútbol mal, hasta los chistes mal desde que se nos fue Caloi. Le pregunto a la moza dónde queda el baño de hombres, gira la cabeza y gesticula con la pera y el entrecejo. Me levanto y me dirijo al fondo del bar.
Vuelvo. Me arremangue las mangas de la camisa y acomode algún mechón ante un espejo salpicado por gotas de agua. Laura estaba sentada en mi mesa. Ah, la que pidió el café desde el baño, se llamaba Laura. Supe que se llamaba así por una pulsera en su muñeca izquierda. Te decía, estaba sentada, se sentó, en mi mesa, frente a donde estaba sentado yo. La descubrí comiendo una masita que vino con mi pedido. Me miró, sonrió y me invito a sentarme a mi asiento, a mi mesa. Y me dijo que tenía que decirme algo.
- ¡Sos el hijo de puta más grande que jamás conocí! - gritó, levantándose de la silla al mismo tiempo, corriendo hacía atrás el asiento.
Los músculos de mi cara se acomodaron para demostrar sorpresa pero no alcanzaron a conjugar todo lo que sentí y pensé en ese momento.
- ¿Perdón? No te conozco. - repliqué. Sí bien tenía un aire de una conocida, no supe quien era. Últimamente, todas las minas me parecen iguales.
- No te hagas, no. ¿Acaso no te acordas? Todo lo que hice por vos, todo lo que deje, y ahora ¿no me conoces?
- Pero... Pero...
- Pero las pelotas. Esas que te faltaron, forro. - vociferó Laura, haciendo ademanes con las manos donde estaría ubicado su escroto en caso de tenerlo. Así, llamó aún más la atención del público. - Los préstamos que me hiciste sacar, las hipotecas que estoy pagando, mierda me hiciste las tarjetas. No tenes cara, no sos un hombre, Ricardo.
- Emm... Yo me llamo Fabio.
- ... - pensó Laura. - Ah, sos igual a un conocido mío. -  y volvió a su asiento y jugó unos instantes con unas migas de una masita que dejó sin terminar.

En los cafés que frecuento no pasan estas cosas. El wi fi arruinó las novelas en vivo.



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