jueves, 23 de agosto de 2012

Pizcas de sal

Cuando de chico le preguntaban a Patricio qué era lo que quería ser de grande, el muchacho, siempre un tanto más robusto y alto que lo normal de la edad, afirmaba que quería ser doctor, médico, especializarse en la sala del quirófano, en algo, más no podría decir. El decurso de los años le mostró a Patricio que los deseos no se cumplen de la forma que uno los anhela como en un principio sino que estos se van modificando, amoldando para ser adaptados a esta película infiel que es la realidad. De tal manera, con el paso del tiempo, Patricio adquirió un oficio distinto, hizo de sí mismo un prolijo carnicero. Es que, no sin esfuerzos, el muchacho terminó la secundaria y se le hizo evidente que no llegaría a su sueño. Así, dentro de de las rutinarias tareas de la carnicería, acompañaba su ratos libres acercándose tanto a la medicina como la televisión se lo podría proveer. Fue mirando documentales en Discovery Health, a veces sólo en Discovery, sintiendo la pena de las pocas revanchas que da la vida.
Pero Patricio, de todas maneras, estaba enamorado y eso bastaba para suplir las demás desgracias que cultivaban penas en su corazón. Conoció a María Pía en un bar, un jueves que salió con unos amigos. Ambos se miraron y se gustaron. Patricio se acercó con un trago en la mano y, con la otra, le corrió un mechón de su castaño pelo que descansaba sobre la frente, para luego decirle que quería pasar un tiempo con ella, pasar todo ese rato que dura la eternidad. María Pía lo besó y nunca lo dejó ir. De esa noche al día de hoy han pasado alrededor de unos cuatro, casi cinco años. Si bien la relación fue creciendo, también se fue desgastando. Sin embargo, tenían un proyecto en común, ganas de crecer juntos, ver los nenes vestidos de blanco corriendo por el Tigre. Con valijas llenas de sueños, fueron a vivir juntos. Alquilaron un departamento en Almagro y sacaron a pagar una heladera más grande que la cama, que tenía facultades especiales, como calentar comida en un compartimento.
Afortunadamente, con los dos sueldos alcanzaba para vivir bien, darse un gusto los fines de semaa, planear viajes para las vacaciones. Es que, además, María Pía trabajaba. Era maestra jardinera en un colegio de Boedo, y sus alumnos le decían seño Mari. Todo era perfecto para ellos.
Cierto día, Patricio se fue temprano al trabajo, más temprano de lo usual ya que debía de recibir unas medias reces que llegaban casi de madrugada. Esto lo beneficiaba porque pidió salir un poco más temprano para poder pasar más tiempo con su amada, sorprenderla con una linda cena, decirle cuánto la amaba. Así, Patricio se arregló el pelo con gel, con agua y gel, y salió de su casa. El sol, aún, no daba noticias de sí iba a aparecer ese día o no.
En el desarrollo de la jornada, Patricio despachó la clientela con suave armonía y de manera eficaz. Por ese lapso que duró su tiempo de trabajo, parecía que él había nacido para eso, que ser carnicero era su razón de ser. Así, se retiró del lugar. Antes, fue a su locker y buscó una mochila donde tenía guardada ropa limpia aunque decidió salir vestido como estaba, con el uniforme y las botas blancas, para ganar tiempo y bañarse en la casa. Eran alrededor de las cinco de la tarde y estimó que cercano a las seis rondaría por el hogar. Por último, enrollo un kilo, kilo doscientos de una tira de asado conjunto a medio kilo de vacío para hacerlo al horno. Inmediatamente, los guardo agregando su delantal manchado de sangre para poder lavarlo.
Patricio sabía que María Pía, la adorable maestra jardinera, llegaría, ese día, cerca de las siete porque pasaría una hora, quizás unos minutos más, por una clase de gimnasia, aerogym, aerobox, algo que le daba aires. Entonces, el carnicero con ansías de médico, podía darse el gusto de llegar con tiempo a su casa, acomodarse, brindarse un baño, salar la carne herida. Y así lo hizo una vez que llegó a su domicilio. Colocó el producto bovino en una fuente, sobre la mesada, mientras esperaba que el horno tome una temperatura adecuada. Acto seguido, se aprestó para ponerse su delantal rojizo del contacto con reces irreconocibles y se prometió que luego lo dejaría en remojo. Quiso cocinar a oscuras, para darse un respiro, se dijo. Sólo dejó, como implacable compañía, encendido el televisor en el Discovery Health.
Se hicieron las siete y veinte cuando un ruido de auto se escuchó desde el tercer piso donde se situaba el departamento. En ese instante, Patricio colocó la carne junto a algunas papas dentro del horno y bajó el fuego, quería que se haga en su jugo, despacio. Pasaron unos breves minutos hasta que el juego de llaves de María Pía se lo escuchó bailar en el pasillo, al son de risas y de besos de adolescentes enamorados. Al momento, entró la seño Mari, resquebrajando la oscuridad del lugar con su natural luz, junto a un tipo. Era un hombre, algo mayor, de unos cuarenta años, con aspecto de joven, de profesor. Sí, eso, era, sin lugar a dudas, un profesor, quizás de música, posiblemente de filosofía. El tipo entró abrazando a María Pía y cubriéndola de besos mientras la iba desnudando al mismo tiempo que caminaban, enceguecidos por la pasión, hacia el dormitorio. Patricio quedó boquiabierto y anonadado en la penumbra calurosa de la cocina. Desde allí, escuchó como esa misma boca que elegía los nombres de sus hijos, pronunciaba al extraño: 'Dale, apúrate. Dame todo tu materialismo dialéctico antes de que llegue mi marido'. No quedó duda alguna, era profesor de filosofía.
Mientras tanto, en la televisión, en el canal, estaban explicando sobre el funcionamiento de las arterias fundamentales dentro del espectro del sistema circulatorio. Una rubia, con aspecto similar a modelo más que a doctora, profundizaba acerca del camino que recorre la arteria femoral por la pierna. Así, con el instructivo resonando por el televisor y con la vista nublada de lágrimas y sueños rotos, Patricio se dirigió a la habitación para proceder a cortarle el cuello al profesor, destinándolo a desangrar sin alcanzar a pronunciar las afamadas ultimas palabras ya que el corte alcanzó a las cuerdas vocales. Luego, abanicó el cuchillo, sacudiéndolo, mostrando el brillo y su capacidad par hacer daño frente a María Pía quien, entre sollozos, pedía perdón, piedad. Patricio tomó con fuerzas la pierna izquierda de la amada y pinchó sobre la arteria femoral sin problemas, como cualquier entendido sobre la materia, como cualquier residente hospitalario. De este modo, procuró que la seño Mari desangrara hasta morir, ahogando sus gritos con un precioso almohadón de plumas que habían comprado hace unas semanas atrás.
Finalizado el acto, el carnicero se sentó sobre la punta de la cama, brindando la espalda a los dos cuerpos y observó su delantal, confundido entre manchas de sangre viejas, resecas, con otras nuevas y frescas. Inmediatamente, recordó la carne en el horno y lo cara que está como para desperdiciarla. Por ello, se sentó en el living comedor con una botella de malbec y miró Discovery Health saboreando una tira de asado espectacular con papas doradas por fuera y tiernas por dentro.
Más tarde, le dió sueño y fue hasta su pieza, se desvistió y empujó al profesor que cayó, como cae un muerto, al piso. Se acostó al lado de María Pía y durmió. Empero, en el medio de la noche, se despertó sintiendo frío para descubrir que dejó abierta la ventana de la alcoba. Se levantó para cerrarla y, con una delicada frazada, tapó los restos de la maestra y se tapó él.
Ya en el otro día, Patricio se levantó y se arregló el pelo con gel, con agua y gel, y salió de su casa. Llegado al trabajo, mientras acomodaba unos carteles negros con ofertas y precios en la vereda, un cliente se le acercó. Era el viejo González que le preguntó cuánto estaba el vacío. Patricio le dijo que estaba por aumentar. Los dos se quejaron de lo caro que sale vivir esta vida.

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2 comentarios:

  1. Pucha, y yo que pensaba que las Maestras Jardineras eran inmunes a la infidelidad, pero ya que estamos me llevaría un pedacito de entraña, chorizos por si acaso hoy no...

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    1. Estimado A. Torrante:
      Tal vez quebré su pensamiento empero le puedo decir que sí, las maestras jardineras son las, digamos, peores. Diferentes teorías quisieron explicar el motivo. Así, la medicina ahondó su investigación alegando que el par 16 de cromosomas era el causante de sus conductas. En el caso de la psicología, ofreció como excusa una relación inconclusa con el padre y la falta de reconocimiento hacia la madre. Estudiosos de la sociología, previeron que el desarrollo de las clases de magisterio producían ciertos trastornos en los comportamientos, en un principio, esto se debería a la falta del sexo opuesto en las aulas.
      En fin, se puede resumir, más allá de las explicaciones, que las maestrar jardineras son individuos insaciables con el apetito sexual de Charlie Sheen.
      Gracias por su compra, vuelva pronto.
      Fuerte abrazo.

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