viernes, 17 de mayo de 2013

La campana de Gauss


Si bien todos los días hacía frío, los domingos de ese mes de mayo, hacía aún más. Julio había notado que todo se potenciaba en los domingos, era algo impresionante. El frío, los recuerdos, la soledad, las risas estruendosas al salir del cine, los pocillos de café. Todo se volvía eterno en el minúsculo espacio de un segundo.
Caminaba. Con frío, encogiendo los hombros, tapándose los orificios nasales con una bufanda gris y enfriando la mano de vez en cuando al fumar un cigarrillo. Era tarde. Los días se hacían cada vez más cortos, tal vez no tanto por el efecto otoñal sino más bien, pensó, por la fragilidad de los vínculos, la rapidez de los cajeros automáticos, los cruceros en el culo del mundo.
Los domingos en Capital Federal han sabido ser de otra escena, como de otro cuadro. No parece el epicentro del país, las imágenes que vende la caja negra día tras días. Es otra cosa, todo parece más barrio, pocos autos, avenidas anchas y la vida que pasa entre el mediodía y las cinco o seis de la tarde, luego sólo queda la pena, los taxis desvelados. Julio paseaba, caminaba, por avenida Belgrano, encarando para la avenida Jujuy para luego pasar por un alto en La Perla de Once. Más tarde, tomaría un colectivo hasta Villa del Parque, quizás llegaría a tiempo para ver el noticiero y las temperaturas de la semana. Oh, la humanidad.
De dónde venía, mucho no importa. Es más, ni el mismo Julio recordaba de dónde venía. Sentía que estaba caminando siempre, no por el cansancio sino por la ausencia de un destino fijo.
Miró la hora en su reloj plateado, el cual hizo un destello de brillo al reflejar las luces de un auto que se acercaba. No transitaban muchas personas por la calle, sólo apreció algunas mujeres con bolsas de mandado y jóvenes hablando sobre el resultado de un partido de fútbol en una esquina. También observó bares, copetines al paso, poblados por hombres casi pintados como cuadros. Sintió, de pronto, el ruido de una moto de baja cilindrada que se acercaba por la vereda, por detrás.
Recordó aquella vez que, siendo adolescente, dos muchachos le robaron, ayudados con la movilidad de una motocicleta. Y ahora, siendo un adulto, Julio sintió el mismo miedo de aquel día. Esas cosas que la psicología premia con el campo psicológico mental, ambiental, la estructuración de la conducta. Quedó paralizado, aterrado. Replegó su cuerpo contra la persiana de un local cerrado. La moto descendió a la avenida, llevando quizás una docena de empanadas o una grande de muzzarella y morrones.
Conducido por la desorientación, dobló antes de Jujuy, tomando Dean Funes. Ningún auto se dirigía por esa calle, claro, la misma se corta en Moreno, desembocando a un estacionamiento sombrío, siquiera los domingos. Apretó el paso y frunció sus puños dentro del saco. Cada cuatro o cinco pasos, se volteaba para verificar que nadie lo estuviese observando o siguiendo. En sí, no llevaba mucho dinero consigo y las pertenencias se limitaban más, cada día tenía menos. Finalmente, se topó con el estacionamiento y vio unas sombras moverse, en frente, cerca de unos árboles y unos autos estacionados.
Tomó aire, como pudo, y abrió bien grandes sus ojos. Era un señor entrado en años, revolviendo un container, acompañado por un perro que no paraba de mover la cola, como si la vida fuese eso, no más. El viejo tomó su carro y siguió marcha, zigzagueando la mirada de vereda en vereda para buscar algún tesoro que salvara el hambre de días.
Julio sentía que el corazón no podría andar más rápido. Se tomó el pecho y respiró, cerrando los ojos y buscando tranquilidad. Luego, observó su reloj, como oculto, juntando y apretando las manos en el estomago, haciéndose bolita. Siguió su camino, no sin antes mirar hacia Sánchez de Loria, para saberse conocido del contexto.
Llegó hasta la calle Catamarca y quiso seguir por esa calle hasta llegar a la avenida Jujuy pero vio a un puñado de adolescentes en mitad de la calle. Pensó que tal vez estaban esperando el colectivo pero no quiso arriesgar su suerte. Dobló hasta llegar a Alsina. La zona se caracteriza por estar poblada de albergues transitorios. Con ello, en distintas esquinas se concentran prostitutas y proxenetas. Al llegar a la intesercción, encontró a un hombre, de baja estatura y trigueño, discutiendo, casi en puntas de pie, con una bellísima muchacha, rubia, alta, con la cara marcada por un tajo, sobre la mejilla izquierda, quién al principio sólo miraba hacia abajo y luego comenzó a gritar contra, al parecer, el empleador. Justo cuando doblaba, Julio fue empujado por los movimientos y el forcejeo que comenzaron a trabar entre la jovencita y el hombre bajo.
Sin pensarlo, comenzó a correr hasta llegar a mitad de cuadra y, agitado, miraba hacia delante y atrás, sin respiro. Llegó, finalmente, a la avenida Jujuy. Dobló encarando para la estación de Once, no veía la hora de llegar a la Perla y calmarse.
Sin embargo, un último susto lo tomó desprevenido cuando, al pasar por la puerta de un banco, notó que un hombre pedía ayuda, desde adentro, enroscado en cartones y sabanas sucias. Lo tomó por sorpresa y volvió a correr. La calle estaba desierta. Taxis estaban parados en la estación de servicio y los colectivos eran inconstantes. Apreció, antes de entrar a un bar anterior a la Perla, las luces de un patrullero dando la vuelta.
El miedo nos ha mantenido a salvo como especie. El miedo constate a los peligros, a la inminencia de la muerte, nos ha protegido para llegar a ser, bueno, lo que somos. Sin embargo, el mismo miedo ha sido el supervisor de nuestra vida de montaje, alienándonos, sometiéndonos, construyendo los muros de una prisión en la cual nos sentimos libres, seguros, estoicamente felices.
Julio tenía miedo pero llegará a su casa, mirará el pronóstico y las distintas noticias para saber cómo vivir. Comerá sano, hará ejercicio una vez por semana, sostendrá relaciones banales con mujeres y envejecerá. Habrá vivido los años dados por la estadística, la campana de Gauss. Pero ahora, estaba ahí, en La Perlita, un bar que está antes de la famosa Perla de Once, aterrado, sintiendo el frío que haría mañana, que haría en la semana, el resto de la vida.

2 comentarios:

  1. El miedo nos mantiene unidos, es cierto. Por eso vivimos en manada. Pero a la hora de rajar impera el "sálvese el que pueda". Pocos se detienen a levantar al caído. Cromanón, Puerta 12, Ezeiza en el 2001...
    Pero cada tanto tenemos que salir, a comprar comida, buscar calor humano, reunirnos con gente querida o no tanto, y lo malo del invierno es que anochece más temprano y amanece más tarde. Demasiada oscuridad, frío y calles deshabitadas. Pero algunos instantes de "genuino calor humano" suelen ser suficientes para compensar tanta angustia. Abrazo!

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    1. El miedo es la falta de conocimiento sobre, bueno, lo desconocido. Por eso el temor a la oscuridad, el no saber qué va a pasar. Salir de la zona de confort es muy jodido, creo que muy pocos pueden hacerlo. Es el renunciar a la seguridad, a la "estabilidad" un tanto perenne por una más dinámica.
      El calor humano debería de comenzar a venir desde adentro, luego será disfrute, complementación, todo lo otro.
      Fuerte abrazo!

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