- Bueno, Diego, quedamos entonces para el viernes, a las cuatro de la tarde. Ya te pasé la dirección y pregunta por mí. Te recuerdo, mi nombre es Camila. Adiós.
Asentí con la cabeza, como saludando a la nada misma, mientras pitaba mi ya medio cigarrillo. Me encontré sentado, en el banco de una plaza, tomando nota de un horario, una dirección, un nombre, una empresa y lo que fuera que esperaban completar. Tenía una entrevista de trabajo.
Al llegar a casa, busqué la guía para saber cómo llegar y pensé en con qué ropa me vestiría. La preocupación no duró más allá de cinco minutos. Luego, acerté con una deliciosa película de Woody Allen, Annie Hall creo, donde, en una circunstancia graciosa y autobiográficamente incorrecta, un pequeño Allen es conducido al médico por su madre porque el muchacho tiene la constante preocupación de la inminencia de la muerte y del perpetuo alejamiento de los cuerpos dados por la teoría expansionista. Minutos antes de que terminara la película, me desvanecí por el cansancio sobre el sillón.
Al levantarme, me duché inmediatamente para despabilarme. Antes, claro, había acomodado la ropa necesaria para la entrevista. Por suerte, los zapatos estaban lustrados desde tiempos inmemorables, sólo hacía falta pasar un cepillo para eliminar las volutas de tierra y polvo. Ya acomodado y listo, partí de casa hacia la entrevista.
No fue difícil llegar. Siempre he calculado bien los tiempos y he detestado las tardanzas bajo cualquier punto de vista. El viaje fue cómodo más allá de usar tres medios de transportes distintos.
En definitiva, ahí donde estaba yo, sentado en un sillón rojo punzó, en la planta baja de un edificio de treinta y dos pisos, mirando a un suelo reluciente ser limpiado una y otra vez, con dedicación, por una joven del personal de maestranza, como si todo fuera eso, limpiar el piso. Jugaba, entre los dedos, con la tarjeta magnética que me habían alcanzado. Me pidieron que aguarde unos momentos, al parecer había llegado un poco antes.
Aún sentado en el sillón, observé dónde me encontraba. La calle atrás, una plaza desgarrada por colectivos y portafolios, una especie de fuente con una fina capa de agua que rodeaba al edificio, una cafetería dentro del hall, culos gloriosos abrigados por pantalones opacos, tetas finísimas rebotando por los aires como los planetas saltando en el sistema solar.
La recepcionista interrumpió mi contemplación y me indicó el ascensor que debía tomar conjunto al piso al cual debía llegar. Era una fila de ascensores, rápidos, equipados de televisores dentro, con espejos en hd. Toda una locura.
Camila estaba aguardándome a la salida del aparato metálico. Con un cálido apretón de manos delicadas, de dedos casi vírgenes, me condujo más allá de una serie de puertas para desembocar en una especie de sala de conferencias o de capacitación donde otro tipo, del cual no recuerdo el nombre, aguardaba sentado y mirando a la nada misma.
Pasados los ritos de los saludos, me ofrecieron si quería tomar algo. Pedí un café el cual trajeron a la brevedad, luego de un llamado a un número de interno que no parecía terminar más. El café era exquisito, humeante, espeso, la porcelana nueva. Agradecí con sonrisas breves y miradas inexpresivas.
Sin demoras, se hicieron las preguntas correspondientes, se delineo lo que se esperaba cubrir y me comentaron los beneficios que la organización brindaba. Hice algunas preguntas para demostrar interés y cerraron el proceso indicándome que en el transcurso de la semana entrante se estarían comunicando en caso de quedar seleccionado.
Me despedí con apretones de manos. Con Camila, fue más bien una caricia. Sin quererlo, la saludé avanzando contra su cuerpo. Ella era muy joven, breve, con un flequillo prolijamente cortado en línea recta sobre las cejas. Al caminar, el sonido de sus tacos parecía desgarrar la alfombra azul de los cuartos. Pude sentir el aroma de las mañanas de primavera que se desprendía de sus movimientos.
Al salir, no recuerdo bien qué hice. Ah, sí, me dirigí a la calle Reconquista, a un bar. Tomé algunas pintas e intenté coquetear con algunas transeúntes.
Los días pasaron sin mucha diferencia. Sólo el bestial calendario me ha dado noción de que el ahora es distinto del ayer o del mañana.
Finalmente, me ha llamado recién, para proponerme comenzar a trabajar con ellos lo más pronto posible, que me necesitaban dijeron, que era increíble la brutal similitud entre el perfil diseñado y mis competencias, que yo estaba hecho para ese trabajo, como sacado de una caja de legos y para ser puesto allí, encastrando regiamente con los orificios y las protuberancias que proveen los bloques y los personajes de los ladrillitos.
La chica, Camila, se encontraba emocionada, todavía me pregunto por qué. Luego de anunciarme cómo seguiría la incorporación, confirmar el horario, los papeles que tenía que llevar, los otros que tenía que firmar, hizo una pausa para aguardar mi contestación. El silencio bestial, abrumador y envolvente, casi innecesario, se dio lugar.
El trabajo era estupendo, los beneficios, el lugar, la paga. No hacía falta siquiera confirmarlo, decirle que sí, era una de esas ofertas que son imposibles rechazar. Por ello, el silencio fue como un pausa diagramada, innecesaria para la ocasión pero cortés por el modo. Le dije a Camila que no, que no estaba interesado, que le agradecía por todo pero estoy buscando algo más y, como si fuera poco, me habían llamado de otro lugar.
Podía casi imaginarla del otro lado del tubo, sentada en la oficina, iluminada por tubos blancos fosforescentes que dan la sensación de pleno día hasta en las más abrasadoras oscuridades. Sentada y con el teléfono en la mano, boquiabierta, por tres segundos, quizás cuatro, volviendo en sí porque algo tenía que decir.
- Bueno, Diego, es una pena pero espero que tu decisión sea para tu felicidad. Igual, guardamos tus datos y en cuanto surja otra oportunidad, nos estaremos comunicando para ofrecerte una posición acorde a tus expectativas y capacidades. Buenas tardes.
Colgó y yo sonreí.
No, no me habían llamado de ningún otro lado. Tampoco había buscado otra oportunidad. Sólo me faltaba un desenlace para esta historia, un pequeño giro que nos dé para pensar.
Al final sos un histérico, diría una mina, un histérico laboral, una nueva categoría.
ResponderEliminarA mí el giro me hizo pensar en el uso de la chistera en los años '20 del siglo pasado, pero no me preguntes por qué.
Un abrazo.
HD
En tiempos de producción automatizada, de productos casi imposibles de ser diferenciados, hay que innovar. Y, si es posible, hacerlo con gracia.
Eliminar¿Histérico? Histeria era la de antes, diría Bleuler.
Admito que tuve que verificar qué era una chistera en los años 20. La elegancia ante todo.
¡Fuerte abrazo!
No sé, algunas veces tomar 3 medios de transporte para ir a una entrevista, parece agradable, como cuando uno se va de vacaciones. También es agradable ser aceptado por "alguien/algo" tan bueno, pero tarde o temprano, hasta te da fiaca ir a la parada del primer colectivo. Si uno puede darse el lujo de "rechazar a las Camilas o Camelos" de este mundo, es porque tal vez sepa algo que los demás mortales no saben. O tal vez también sea porque es un reverendo boludo o cagón. Yo he transitado por los tres escenarios. Cada tanto me arrepiento, más que todo por el de cagón. Lo de boludo no tiene arreglo. Abrazo!
ResponderEliminarEs un imperativo categórico ser boludo. Pero, sin embargo, yo tomo tres transportes cuatro días a la semana para ir a la facu. Eso es mala disposición geográfica.
EliminarNo recuerdo quién, seguramente hindú, permaneció en silencio por no sé cuánto tiempo. Lo que importa, en esta marea de letras sin datos, es que le preguntaron por qué no hablaba, qué le pasaba. En fin, tomando licencia para responder una interesante pregunta, este tipo dijo algo como: "No tengo nada interesante para decir".
La nobleza de los simples actos. En un mundo donde corremos al supermercado por los descuentos de la tarjeta, donde nos abotonamos al lado de cualquier persona por el hecho de sumar un poroto a la cuenta, decir que no es un acto de rebeldía.
Fuerte abrazo! Estimo que nos veremos pronto.