lunes, 16 de julio de 2012

Las Moiras y Cronos

- ¡Diego! ¡Diego! - el llamado fue bastante claro, buscaba que mi atención se plasme sobre aquella persona que enunciaba mi nombre. Me dí vuelta y encontré a Mariela, mi primera novia.
Mariela fue mi primer amor, la primera sensación de ser querido, eran las ganas de vivir, las ganas de soñar. Había comenzado a tener una relación con ella el mismo día en el que mis viejos me dijeron que se iban a separar, que no daba para más, que yo tenía que decidir con quién iba a quedarme. Mariela me acompañó ese primer día, vino a casa, se quedó a dormir con el permiso de sus padres, me abrazó toda la noche.
Obviamente, me enamoré perdidamente de ella. Hacía todo para complacerla, para gustarle. Anduvimos bien los primeros cinco, seis meses. Luego, se dió cuenta que me tenía a sus pies, que dejaba hasta el último aliento por todo lo que me pedía. Y decidió que lo mejor era hacerme sufrir.
Mariela inventaba historias sobre supuestas infidelidades que yo había cometido. Por mucho tiempo, odio a la gorda Florencia, amiga entrañable de aquellas épocas, porque, a su parecer, yo me encamaba con ella e iba a la casa a comer panqueques con dulce de leche que hacía la madre de la gorda. También bastardeaba mi reputación perjurandole a todo aquel que se aprestara a escuchar, que yo la había dejado plantada en todos los momentos de la vida, que estar a mi lado era un suplicio, el pago de una condena, la miseria misma hecha relación. Nunca pude comprender por qué ella hacía todo, todo eso. Por mi parte, lo único que hacía era estar con ella y para ella. Mariela, con lágrimas que ya le habían trazado una autopista por los cachetes hasta las comisuras de sus labios de tanto recorrer el mismo camino, afirmaba su amor hacia mí, la felicidad que sentía a mi lado, resaltaba lo bueno que era estar conmigo; luego, procedía a dejarme. Siempre me dejaba. Ella, luego de este trámite, dejaba de llorar, me cedía la dramaturgia y yo me echaba a patalear, a deshidratarme desde los ojos, a pedir explicaciones. En un momento llevé un conteo, luego de que este procedimiento se hiciera habitual. En el periodo comprendido entre febrero y junio del año mil novecientos noventa y nueve, me abandonó un total de quinientas treinta y dos veces. Obviamente, volvíamos por mis reiteradas solicitudes, dejando el orgullo, el amor propio, guardado en el canasto de la ropa sucia.
Un día, Mariela dijo que me dejaba y yo presentí que ocurriría lo mismo de siempre, ya no me sorprendía. Sin embargo, en esta oportunidad, el dulce tono de su voz, pronunció su alejamiento con tenaz veracidad. Mariela se iba para no volver. Alegó que ya había conocido a alguien, que estaba aburrida, que no le guarde rencor. Pasmado, me alejé de ella, dejando restos de mi corazón roto por todo el ancho de la plaza donde estábamos. Nunca más supe de ella.
Hoy en día, las Moiras aburridas de la rutina, de jugar a nada, deciden que debía de toparme con Mariela, que ella me salude, llame mi atención y convengamos en una fugaz conversación. Lamentablemente, Cronos vió lo que hacían las Moiras y, aburrido, decidió pasar por la esquina de la avenida Díaz Velez y su intersección con Yatay. Es así que encontré a Mariela avejentada, con el culo caído y las tetas como dos grandes péndulos que oscilaban de manera independiente del cuerpo. Tenía arrugas en la frente y parecía como si sonreír era un gesto imposible para ella. Su pelo, su aterciopelado pelo, estaba pintado con gamas blancas y puntas florecidas, mal arreglado por el viento, percutido por la caspa.
- ¿Mariela? ¿Sos vos? - pregunté, todavía con las manos en el bolsillo de mi campera, extrañado por no poder saber si era Mariela o la abuela de Mariela quien me saludaba.
- Diego, tanto tiempo. Perdón que grite y llame tu atención de esa manera. No tengo mucho tiempo pero quería hablarte. - dijo y se acercó un poco más, mientras cruzaba la avenida. - Te ví pasar por acá hace unos diez, doce días y se me ocurrió frecuentar el lugar y encontrarte nuevamente. - y me miró como miran esos perros recién nacidos que son arrojados a la bestialidad de la realidad en una caja de cartón.
- Mariela, tanto tiempo, es verdad. Sí, vivo cerca de acá. Perdón que me cuesten las palabras, hice un gran esfuerzo para olvidarte. Fuiste en muy importante en mi vida. - comenté con la sinceridad más brutal.
- Está bien, Diego, no pasa nada. Siempre pensé en vos, al decir verdad. Siempre quise volver a verte, escucharte. No puedo olvidarte, nunca lo hice. Era tan chica, eramos los dos tan chicos, Die. ¿Te acordas cuando te decía Die? - rió ligeramente. - ¡Qué lindo era todo antes!
- Mariela, perdón pero si para esto me querías ver, hablar, no lo creo prudente, no me parece bien. Se me hace tarde para una reunión, disculpame. - avancé con mi pie derecho, retomando el rumbo anterior. Mariela se apresuró, dando pequeños brincos y saltitos hasta interponerse en mi camino.
- Espera, por favor, espera. Te extrañé tanto, Die. Quisiera que habláramos, que me cuentes toda tu vida, déjame escucharte. - la voz de Mariela parecía entrecortarse al solicitar con desmesura mi compañía.
- Perdón, Mariela, no creo que sea beneficioso para ninguno de los dos. Me tengo que ir. - la aparté gentimente con el revés de mi mano izquierda.
- Diego, no seas así, por favor te pido. - las lágrimas que antaño eran predecesoras de una nueva separación, eran hoy en día las anfitrionas de la desesperación de Mariela. - Quiero que te quedes, no puedo seguir así. Te pienso, te veo en todos lados.
- Ya es tarde, pichona, no me hagas pasar un mal rato. Te pido que te alejes, hoy ya no podes convencerme. - contesté ante la insistencia de la mujer que solía ser amada.
- Diego, Diego, Diego. - suspiró. - Si hubieses tenido esta determinación cuando estábamos juntos, si hubieses sido la mitad de lo que sos ahora en aquellos tiempos, nunca me hubiese alejado de vos. - se secó las lágrimas en una gastada campera impermeable.
- Ay, Mariela. Si hubiese sido la mitad de lo que soy ahora, si hubiese tenido esta determinación, yo te hubiese dejado antes de que acabara la primera semana. - continúe caminando sin voltear, sintiendo el susurro del llanto, de la congoja hecha persona.
Luego de caminar unos quince, veinte metros, vuelvo a escuchar aquella voz que me acompañó en la noche que mi familia se resquebrajaba.
- ¡Diego! ¡Diego! - ella llamaba de nuevo. Dentro de mis cavilaciones, supuse que quería que arreglemos todo, disculparse tal vez por su prepotencia, intentar quitarle la amargura al momento. Torné mi cuerpo nuevamente hacia donde ella había iniciado el camino que la llevaría a su casa, sonreí y abrí los brazos de par en par, con las palmas de las manos expuestas hacia ella, mostrando que no tenía arma alguna en mi poder, que estaba indefenso. - Andate a la puta que te parió, forro. - profirió con todas sus fuerzas, dando un golpe seco con el taco del zapato izquierdo. Luego, siguió su destino.

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Sepa disculpar el lector espontáneo y aquel que suele frecuentar este lugar que he moldeado para albergar mis creaciones. Me disculpo en carácter de que soy consciente de que lo anterior no es lo mismo de antes, de lo que vendrá. Permitame explicarme un poco mejor, no soy bueno en estas cosas, entiendame. Al momento de escribir, de generar un bosquejo, amontonar letras y palabras, intento que la historia sea de los perdedores, de la derrota misma. Entonces, a lo que me refiero, es que creo que es menester contar qué es lo que pasa con aquel que se enamora de la no correspondida, de ellos quienes no conocen la victoria, que no se fían del éxito, que nada les ha salido bien. En fin, hablo, usualmente, de la vida misma, en busca de contar el lado b, eso oculto pero que pasa, nos pasa. En este caso, quise, por única vez, que no sea así, quería ganar, siquiera en esta historia.
Si lo confundí, si le parece aborrecible y no quiere volver nunca más, lo entiendo. Por ello ofrezco mis más sinceras disculpas.
Empero, le ruego, entiendame, una vez, siquiera una vez, quería ganar. Gracias.

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