lunes, 9 de julio de 2012

On the rock

Voy a un bar. Dejo de un lado el café, solo por hoy, ya es de noche, ya es tarde, ya dejó de ser hoy, comienza el mañana.
Entonces, me dirijo a donde se juntan los boliches. Cerca, hay bares. Allí, la gente se junta, busca reunirse, mostrase, tomar algo, quizás embriagarse con alcoholes baratos para garantizar una buena noche, pasarla bien.
El lugar es moderno. Poco iluminado, colores vivos que irradian su propia luz. Existe una fina bocanada de música suave, permitiendo que el hablar no sea dificultoso; creo que percibo un tema, una canción, es un cover estilo bossa de alguna banda inglesa.
Observo el lugar desde la barra, sin sentarme. Quiero, primero, elegir, ser táctico en mi distribución, en donde me iré a sentar. Le digo a la chica que atiende, que está detrás de la barra, que haga alcanzarme un whisky. Le pido que sea un Johnnie Walker red label, on the rock, sin s, singular. Sucede que dos hielos, en un ambiente cerrado y con calefacción, como era el bar, modifica al hielo, lo deshace. Le solicito, además, que sea llevado a la mesa que iba a ocupar, cerca de un grupo de cuatro, cinco chicas.
No lo aclaré, se me pasó, pero llevo un libro empuñado en mi mano izquierda. Lo llevo apoyado contra mi cintura y cubriendo la portada, de tal forma que no se lea el título. Aún si lo llevara de otra forma, la portada sería imperceptible por la luz, la escasa luz.
Es así que me siento y tras mío llega el whisky. Agito un poco, brevemente, su contenido mientras apoyo el libro sobre la mesa, ya me encontraba sentado. Escucho, desde mi posición al mismo tiempo que percibo los aromas de los cereales fermentados, risas y murmullos. Las jóvenes, con minifaldas y escasos vestidos ajustados al cuerpo, me señalan, ríen, comentan.
Tomo un sorbo. Presiento que cualquier persona que me haya sentarme, pedir, todo, espera que abra el libro, lo lea, siquiera que muestre el título. Sin embargo, le hago señas a un mozo para preguntarle si se puede fumar. Me indica que no, que esta prohibido. Siento que el whisky ya no sabe igual sin la agonía de la lenta combustión de un cigarrillo. Le digo, le comento eso al mozo, quien inmediatamente ensaya una sonrisa, un gesto como para que recuerde darle una propina. Luego, se aleja.
Acto seguido, una de las chicas se acerca. No es alta pero los zapatos con tacones hacen lucirle piernas interminables. Sin querer omitir detalles ni tampoco extenderme, creo poder decir que el pueblo judío hubiese sido dichoso de perderse cuarenta, cincuenta años en los desiertos de su cintura, toda su figura. es morocha, ojos de un negro profundo y una sonrisa fresca como una primera quincena de enero en Punta del Este. Ante la mirada atenta de sus amigas, quizás llevada por un impulso, por una apuesta perdida o por curiosidad, procede y pregunta.
- ¿De quién es el libro?
- Mío. - contesté.
- ¿Vos lo escribiste? - sus ojos brillaron como los extremos del cinturón de Orión.
- No, lo compré. Lo escribió un francés, Foucault.
- Ah, que bueno. Y... Perdón que sea entrometida pero, ¿para qué lo trajiste si no lo estas leyendo?.
Con un ligero movimiento por parte de mi muñeca derecha, hago girar el hielo dentro del vaso. Tomo un sorbo más.
- Mira, mira bien. - y con la mano izquierda traigo el libro hacia mí, entre medio de ella y yo - Es genial como posavasos. - procedo a apoyar el vaso sobre la portada.
Se retiró mostrando un gesto de irritación, de fastidio, tal vez por no encontrar una respuesta adecuada, por pensar que me burlaba.
Pero no, no es así. Es que, a veces, prefiero decepcionarte antes que la decepción me toque a mi primero. El vestido le quedaba muy bien.

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