domingo, 15 de julio de 2012

Veinte, treinta minutos

Los bolsos estaban listos. Teníamos preparado todo. La noche anterior, cuidadosamente, me había dispuesto a ser organizado por primera vez. No podíamos llevar mucho, solo lo necesario, lo urgente, entonces debía de aprovechar el escaso lugar que ofrecen los bolsos de viaje para guardar la vida, llevarla a otra parte.
Siempre tuvimos el sueño con Laura de viajar. Muchas veces, el día nos había encontrado planeando destinos, escalas, comidas, recorridos en tren, tal vez en algún colectivo por todo el mundo. Planeábamos, primero, viajar por el país, recorrerlo, hacer de las vacaciones una forma de vivir, un estilo de vida. Yo tan sólo quería pasar el tiempo con ella, a su lado todo era vacaciones, todo me parecía diferente, como si fuera extranjero en este mundo, extraño de mi propio destino. Un día nos decidimos, ayer precisamente, armamos los bolsos juntos, entre risas y el zumbido de la radio, eramos el retrato mismo de la felicidad, de los momentos eternos. Salíamos al día siguiente. Una lancha en el Tigre nos arrimaría a Uruguay, íbamos a ir a Dolores, luego a Brasil, visitar Ipanema, Cabo do Brasil, Pao de açúcar, luego que el instinto nos diga, sin brújulas, sin gps.
Ella tenía que hacer unos trámites antes, saludar unas amigas, buscar una campera que dejó en la casa de la tía. Me pidió que la acompañara. Accedí anteponiendo la necesidad de ir al correo primero, mandar un telegrama avisando que iba a desvincularme de la organización donde me desempeñaba, llamar al gerente y decirle que el del centro de copiado se esta volteando a su mujer, irme bien. Fuimos al correo, entonces, en primer lugar. Luego, la acompañé. Todos nos felicitaban, lloraban, reían, nunca me abrazaron tanto.
Cerca del mediodía estuvimos en un bar, comiendo por la inercia de la hora, no sentíamos hambre, la felicidad abundaba hasta en nuestros estómagos, estábamos repletos de alegría. Llegando al final de nuestros platos, ella recordó que tenía que ir a la psicóloga, que tenía una sesión ese día, dentro de treinta minutos, aprovecharía para saludarla, para decirle que se iba. Por suerte, nos encontrábamos cerca del consultorio. En realidad, por lo que me había contado Laura, la psicóloga, de mediana edad, atendía en su casa, en su departamento que oficiaba de consultorio, en un ensayado diván desde donde, si se corría la cortina de tela que hacía de divisor de habitaciones, se podía apreciar una cocina con olor a humedad, decorada con una pecera jamás aseada. Le dije que vaya, que la esperaba acá, que me pedía algo. Prometió volver temprano, no iba a demorar.
Como es usual, pedí un café, un café doble aunque sabía que al beberlo, no iba a dejarme conciliar el sueño esa noche, la última noche en Buenos Aires. Hice garabatos en una servilleta, intenté escribirle un poema a Laura pero usé la servilleta para secar unas gotas que derramé de café.
El tiempo fue pasando, se sentía el frío de las personas que transitaban afuera, la posición de las sombras de los objetos cambió, el sol hacía su recorrido habitual. Pedí otro café y pregunté si se podía fumar. Amablemente, el mozo trajo un cenicero de cerámica que tenía el nombre del bar escrito arriba. Fui depositando cenizas tras cenizas, colillas tras colillas hasta que vi pasar a Laura por la vereda, se disponía a entrar al bar. A través del vidrio que dividía el adentro del afuera, pude notar en ella una cierta pesadez, un ceño fruncido, lágrimas que habían sido secadas recientemente. Dí una pitada más al pucho que moría en mis labios.
Laura se sentó y posó una lánguida mirada sobre el cenicero, se sacó su campera y la apoyó sobre el respaldo de la silla. En su accionar, cayó su teléfono celular conjunto a su última pizca de alegría. A continuación, se aprestó para levantar el aparato pero no había rastros ya de alguna sonrisa, parecía que Laura no había sonreído jamás. No sin esfuerzo, dejó el celular sobre la mesa. Le pregunté qué le pasaba, qué había sucedido. Negó con la cabeza, sutilmente, entendí que no quería hablar. Hice señas al mozo pidiendo la cuenta, le dije a Laura que hablaríamos en el camino a casa, que no esté triste .- No estoy triste.- respondió, luego agregó - Vos siempre diciéndome cómo estoy, qué tengo que hacer, cómo debo de sentirme.- y se cruzó de brazos sin despegar la vista del cenicero. La respuesta de Laura me descolocó. Sin embargo, haciendo ademán de mis prácticos modales comunicativos y mi aptitud para la repregunta, insistí diciendo - ¿Qué es lo que te pasa, Laura?- y no me sentí muy original con mi elección, a decir verdad.
Laura se echó a llorar, siempre se llora en los bares, a veces ocurre en los cafés, que frecuento. No podía respirar, se ahogaba en las lágrimas que recorrían su mejilla, era como si llorara por primera vez, con la angustia de no saber cómo hacerlo, la desesperación de hacerlo bien. Quería decir algo, quería explicarme. Logré calmarla y sacarle una respuesta.
- No sé, Diego. Ya no estoy segura del viaje. No puedo más con esto.- Laura renovó la servilleta que utilizó, dejó en un estado irreconocible a la anterior. - Hablé con mi psicóloga, me hizo una pregunta que cambió mi parecer, mi vida, mi forma de ver las cosas, la forma en cómo las veía hasta hoy.- se tranquilizó.
Ahora, es mi ceño el que se frunció, ahora mis cigarrillos no alcanzan, la servilleta con el ensayo de poema se ve manchada con la angustia del peligro inminente, del noble arrepentimiento. Le pedí una explicación, quería saber por qué todo había sido modificado, qué ocurrió. Los tibios ojos de Laura temblaban en la pronunciación de cada palabra, su cuerpo se estremecía.
- Mi psicóloga me dijo, me preguntó, hizo que me preguntara, sí vos eras indispensable, sí vos le dabas algún sentido a mi vida, sí era necesario que esté con vos. Vi todo claro, Diego, luego de esa pregunta. Supe que lo único que me hacia falta era yo misma, mi carrera, mis amigos, mi familia.- Laura hablaba más tranquila, su voz no tenía rastros de titubeo, se había calmado y podía explicarme lo que comenzó a sentir hace veinte, treinta minutos como si lo hubiese sentido toda la vida. Y continúo - Es por eso que no puedo hacer el viaje, este viaje con vos. Ya no puedo amarte, deberíamos de tomarnos un tiempo, tal vez separarnos definitivamente, seguir como amigos quizás.- terminó su frase mientras jugaba con las colillas de los cigarrillos que dejé olvidadas en el fondo del cenicero.


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