sábado, 14 de julio de 2012

Dos sobres de azúcar

Un antiguo cuento chino reza acerca de la dicotomia que enfrentaba un emperador que soñó que era mariposa y, que al despertar, no sabía si era él que había soñado sobre una metamorfosis como mariposa o si, en realidad, era una mariposa que acababa de soñar que era un emperador.
Estaba en el café. Si bien, últimamente, comencé a sentir una leve molestia por el compulsivo acto de tomar café tras café, no podía dejar la rutina, la cotidiana molestia y dolor estomacal con dos sobres de azúcar. En ocasiones, cuando me digno a pensar, veo que el café es el perfecto escenario, una muesca convengamos, de la vida. Ocurre todo. Parejas que se aman, que sueñan entre masas finas con hijos, con casa en las afueras, vacaciones en el Uruguay. Creo que una de las bellas sensaciones que los sentidos permiten percibir, es la mezcla de un café, del aroma del café con el néctar de un perfume de una joven. Ay, las combinaciones.
También se encuentras parejas que terminan, que van a empezar a conocer a alguien más, que se separan. Comienzan las divisiones de bienes, devolverse pulseras, cartas mal escritas, compartir lágrimas en un pocillo. Se hace uso, además, de las reconciliaciones, en las mismas mesas, en ocasiones, en las mismas situaciones. Se perjuran amor eterno, se retornan lo devuelto, promesas de que nada se va a repetir, que el amanecer será por siempre, te amo también.
En el café, convergen, además, sucias trampas y negociados con trajes caros y camisas manchadas de rouge de una secretaría ansiosa por hacer carrera en alguna parte de la organización. Al lado de esas mesas, se reunen los ancianos, el grupo de cuatro, cinco abuelos que le dan un descanso a las bochas y se sienta a hablar de cuán mal está todo, de cuán mejor solía ser; discurren y discuten todos los días, a sabiendas de que mañana van a afirmar que el hoy que dictaminan como nefasto, será mejor, mucho mejor por ser el pasado.
Queda, también, un hueco, una mesa redonda con el ínfimo espacio para un café con su respectivo plato y un servilletero. Destino de hombres solos que revuelven en el café dos sobres de azúcar con una lágrima tan salada que cambiaría la composición de los ríos en caso de tener contacto con ellos. Es, también, lugar de mujeres solas que hacen tiempo mientras aguardan a esa persona que las va a quitar de allí para conducirlas a las mesas de los enamorados. En estas mesas, como si fuese factible que quepa, se es posible repensar la vida, leerla como un libro, como una narración. Es más, en la entrada, existe un revistero donde se toma el volumen de su vida, solo la de cada quien.
Y ahora estoy, acá, mientras repaso el libro, la historieta del transcurso de mi vida, y veo que nada extraño, nada excepcional pasó, que, empeorando todo, sé como va a terminar. Luego de recorrer las viñetas de mis sonrisas, los puntos y aparte de mis llantos, las penurias de los amores, la fatiga de la rutina, noto que no me conozco, que me soy todo un misterio y que tal vez yo no soy yo, sino soy el mozo que me atendió, que mi vida es otra, que cargo una bandeja manchada y vacía de recuerdos. Sin embargo, siendo el mozo, miro mis manos, luego dejar la bandeja, y noto surcos, callos que la transcurren por ser un agricultor brasilero de café, trabajo en una finca cerca de Suriname, en la provincia de Amapá. Todavía siendo agricultor, todavía padeciendo el calor, la injusticia, el trabajo casi esclavo en el siglo veintiuno, siento la dulzura de la vida, saberme feliz cortando cañas de azúcar en el monte tucumano, cerca de mi familia, donde, a veces, el patrón nos lleva a pasear, los domingos, cuando llueve nos deja descansar.
Ay, la magia del café.
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