jueves, 28 de junio de 2012

Convivencia

Tenía la casa sola. Mis viejos se habían ido de viaje, no volverían en cuatro, cinco días más. Mis tareas se basaban en dormir, comer, mantener lo minimamente ordenada la casa para que sea habitable y darle de comer al perro, no mucho más. La invité a ella a pasar unos días conmigo, una convivencia por así decirlo. Lo dulce, el néctar de la historia, es que eran los primeros meses de noviazgos, de esos tres primeros meses de prueba de amor por ley, con posibilidades de efectivización o renovación, contratos sociales. Esto le daba sutileza, el encanto justo que se materializaba en el brillo de sus ojos al responderme que sí, que dichosa iba a ir a mi casa a convivir conmigo, por el espacio de cuatro, cinco días.
La primera noche cocinamos juntos, nos reíamos escuchando la radio, dándonos besos al pasar. Comimos el postre sirviéndonos el uno al otro cucharadas del mismo, en la boca, enamorados. Ella se levantó temprano, al siguiente día, a prepararme el desayuno. Lo disfrutamos en la cama, tapados, sin ropa, juntos. El perro entró por la puerta de atrás, mi perro, ante el sonido del crujir de una tostada; quería una, vino a pedir una, siquiera un pedacito. Lo miramos con sonrisas y le alcancé media tostada, lo acompañé a afuera. Pude escuchar como, sutilmente, rasguñaba la puerta para entrar.
Pasó el segundo, el tercer día. La casa estaba espectacular, ella era la iluminación perfecta para interiores. Hacíamos el amor todo el tiempo, reíamos, no precisábamos de nada, de nada más. Lo que me llamaba la atención era que el perro estaba triste. Ya no movía la cola, se pasaba los días tirado, comía poco, dejó de ladrar.
Fue el quinto día, la convivencia estaba llegando a su fin, sentía que se había colocado una escalera de madera, gastada, sobre la ventana del paraíso y tenía que bajar por la misma hacia la realidad, volver a la rutina. Nos encontrábamos en la cama, ya nos habíamos cansado de hacerlo por toda la casa, era hora de retomar la cotidianidad. La puerta de atrás había quedado abierta, entró el perro. El mismo saltó, apresuradamente, hacia el rectangular colchón, para acomodarse de una manera pasiva, a la altura de nuestros pies. Intenté sacarlo con disimuladas patadas, pero el insistía, caía, se volvía a subir. Ella me pidió que lo sacara, que así no podía continuar. Me levanté, intenté taparme con algo, un almohada, no recuerdo si fue una camisa. Saqué el perro afuera pero el se encargó de hacer saber su descontento con alaridos, rasguñando la puerta estrepitosamente, al punto de casi tener un paro cardíaco. Lo dejé pasar, le pedí que se comportara, sino tenía que dejarlo afuera. Hablando, con susurros, a un perro, en bolas, tapado con una almohada, quizás con una camisa. 
Me redirigí a la habitación, puse música, intenté ser romántico, me cubrí un poco más con la almohada, quizás con la camisa. Volvimos a entrelasarnos en abrazos, caricias, besos de los más húmedos. Se escucharon, quebrando el climaterio, dos, tres ladridos y una agitada corrida, uñas cortas golpeando contra la cerámica. El perro corría, sacando la lengua, mostrando los dientes; corría para entrar a la pieza. Saltó a la cama, nuevamente, y mordió, estaba en su naturaleza, su defensa, su ataque era morder. La mordió a ella, en el tobillo derecho, el perro sacudió su cabeza, como lo hacen los perros, intentando causar el mayor daño posible. Ella gritó, de dolor, de bronca, le ensartó una patada al perro que lo hizo llorar. Ella se fue, se enojó conmigo, que no podía terminar una tarea, me dijo, me había pedido que sacara el perro.
La acompañé a la puerta, le pedí perdón. El perro, mientras tanto, quedó en la cama, acurrucado, lamiéndose una pata. La acompañé, casi en bolas, y se fue. Retorné a la pieza, miré al perro desde la puerta y me senté al lado.
- ¿Qué hiciste, boludo? No va a querer venir más. - le dije, acariciándolo, el no tenía la culpa, era su naturaleza.
- Mirá, mejor que no venga más, no te conviene esa mina. Me deberías agradecer. - contestó. Había dejado de lamerse la pata, por unos momentos, para mirarme mientras hablaba. El perro hablaba, yo estaba sentado casi en bolas al lado del perro que hablaba. Continuó lamiendo su pata.
- ¿Por qué decís eso? Yo la quiero, me siento bien al lado de ella. Me gusta cuando se desnuda, cuando sonríe mientras duerme, el aroma de su pelo en las noches. La quiero, macho - contesté al perro.
- No es para vos, te va a hacer mierda el corazón. Yo te cuido, confía en mí. - se lamió otra pata.



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