domingo, 10 de junio de 2012

Cuatro quesos

Antonio fue mi amigo, de toda la vida. Lo sigo considerando amigo porque, a medida que pasa el tiempo, van quedando menos y más peores. Crecimos juntos, prácticamente. Él era mayor, por escasos meses, los justos para que pueda llevarme un año de ventaja, un curso de ventaja, en esa carrera que fue la vida escolar. Tal vez te parezca un dato menor, sin importancia pero esto implicaba que si bien Antonio era mayor que yo, en su división, él era el menor de todos. Sumale a esto que era de una contextura pequeña, ínfima. Siempre lo fue, nadie podía apostar o prometerle más altura, era imposible. En su forma, en su ser, había cierta predisposición a que los demás se encariñen o, mejor dicho, se ensañen con él. Era objeto de burlas, de peripecias y jolgorios de los demás, todo a cuestas de su persona.
Estas cosas que de chico consideramos divertidas por los perpetradores y sufridas por los perpetuados, ocasionaron un cambio en la personalidad de mi amigo Antonio. Fue tímido, es tímido. Es, como creo que te había dicho antes, el miedo, el miedo le genero un instinto de supervivencia, básicamente pensaba que todo el mundo o bien lo iba a cagar o bien lo iba a cagar a trompadas. Así, más o menos, transcurrió Antonio su infancia y adolescencia. Es común asumir que Antonio no podía encarar una mina por el temor, y la verdad que era así. Tenía miedo, al rechazo, la continuidad de fracasos, también, con las mujeres, habían minado su autoestima.
Ahora, me sorprendió, ciertamente, cuando Antonio me dijo que estaba viendo a alguien, que hace rato estaba con una chica que conoció dentro de su cartera de clientes, porque Antonio trabaja con cartera de clientes, no sé para quién o para qué, pero tenía cartera de clientes. Me llamó por teléfono, me contó eso y me dijo algo más - Quiero que la conozcas, vayamos a comer los tres. - y lanzó un suspiro. No noté entusiasmo en su propuesta, algo me ocultaba, lo conocía a Antonio. - Dale, no hay problema. Igual, vos no estas diciendo algo, ¿qué pasa? - le respondí.
Escuché lo que quiso ser una honda inhalación por parte de mi amigo. Empezó a titubear, a conjeturar palabras, a desesperarse. No le entendí nada de lo que dijo. Solicité que se calme y que me comente qué es lo que estaba pasando. - Tenes razón, algo pasa. No te lo puedo negar. Todo marcha bien con ella pero hay algo, un no sé qué, que me hace ruido. - sentí que lo estaba guardando hace mucho, que se lo tenía que contar a alguien. - Quiero que la veas y me digas qué te parece, qué podes decirme sobre ella. - continúo. En su tono de voz, parecía que Antonio estaba enamorado, o que quería estarlo. Él quería confiar pero su vida, sus primeros años, le demostraron a los golpes que no podía entregarse así por nada, pero se había cansado, ya lo habíamos hablado hace unos meses atrás. Estaba cansado de tener miedo, quería vivir, sentir adrenalina, quería ser parte del juego antes de que se decida quién pierde o gana. Pero no podía largarse solo, de un día para otro cambiar su forma de ver la vida. Accedí a la cena.
Nos encontramos por avenida Belgrano, esquina Alberti. Cerca de ahí, había un viejo caserón donde se hacían espectaculares ravioles, a los cuatro quesos era la especialidad del lugar. Fuimos a comer ahí. No podía decir mucho de Pilar, la novia de Antonio, en la oscuridad, en el primer momento. Nos sentamos, ellos dos juntos, Antonio mirándola, atendiéndola como si fuese la ultima mujer del mundo. Pilar parecía ser una buena chica, venida del interior, de Mina Clavero creo que me dijo. Vino a estudiar, vivía en un departamento que alquiló con unas amigas, no recuerdo de qué trabajaba. Presentaba dos hermosos ojos, color miel, que parecían desaparecer cuando se reía, cuando levantaba sus pómulos. Era rubia, o lo que recuerdo, y delicada. Pidió un fernet para ella dejándonos con el vino a nosotros. Pidió que continúen completando su vaso a medida que se iba vaciando. Se quejó de cuan mal los porteños preparan el fernet, casi acuoso, pura gaseosa. Antonio la miraba como queriendo aprender de ella. La tonada de Pilar contagiaba al local, su risa se reproducía en la cena de otros comensales. Cuando reía, sostenía con su mano izquierda el vaso y con la derecha golpeaba la mesa, rompiendo, por unos instantes, la fuerza de gravedad que sujetaba a los cubiertos y platos.
Sin más, terminamos de comer. Hablamos un poco sobre banalidades, repasamos la agenda política, nos quejamos de Iudica. Pedimos la cuenta, Antonio invitaba. Insistí en siquiera pagar mi parte. Pilar miraba en dirección a la barra, llamando al mozo, sosteniéndole una especie de imaginaria mirada. Debatía con Antonio sobre el pago de la cena, que siquiera me deje pagar los vinos, algo.
Pilar nos detuvo, se levantó de la mesa y apoyo una mano en el hombro de Antonio, la otra en mi hombro, nos sonrió en silencio. Con su vestido corto, mínimo, de un color negro, comenzó a caminar para la barra, moviendo con énfasis la parte de atrás de su humanidad. Mientras Antonio me miraba, repasando características de Pilar, vi como la susodicha se apersonaba detrás del mostrador, con el mozo y con el dueño del caserón. Les sonrió, con coquetería, los tomó de los hombros, como con nosotros, y se los llevó a la parte de atrás, donde su rubia cabellera se perdía, mientras sus ojos miel desaparecían detrás de sus pómulos.
Quise insinuarle lo que presencié a Antonio quien no prestó atención. Me dijo que era mi visión, que estaba inventado cosas, que yo no soportaba que estaba con una mina buena, que rajaba la tierra además. Antonio se enojó, no quería esa respuesta, ese parecer sobre Pilar.
Volvió, ella, a los quince minutos, nos dijo que la cuenta ya estaba saldada, que hasta nos ofrecían descuento la próxima vez que vayamos.
Hace tiempo que no sé nada de Antonio, no contesta mis llamados, no responde mis mensajes. Lo sigo pensando como amigo, igual. La hermana, a quien cruce la semana pasada por la calle Perú y Rivadavia, me dijo que él esta bien, contento, sale a comer seguido a afuera.

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