martes, 19 de junio de 2012

La cuenta, por favor

Llegó a mis oídos el dato sobre la existencia de un café en particular. Supe que este lugar no tenía nada que lo identificara del resto, era un lugar burdo, común. Y más común que otros por el hecho de que se encontraba ubicado dentro de una serie de calles consecutivas que era poblada por cafés. Es, por decirte, como la calle Libertad, repleta de joyerías o de venta de stereos robados de autos del conurbano, pero con cafés. Uno al lado del otro.
La particularidad de este bar es que existe una mesa, solo una mesa redonda, pequeña, como para uno, tal vez dos personas. Esa mesa fue donde un día, aparentemente, Sandro se tomó una línea de la mejor cocaína jamás cocida. También, se dice, que ahí Julio Sosa le escupió un scone a Gardel, y que se cagaron de risa los dos. Supe que Carlos Monzón estuvo ahí unos dos, tres días antes del accidente, de su accidente, y dijo que se iba a pegar un palo, que no lo lloraran, que ese era su destino, que estaba bien. Dicen, que nadie le dio pelota, Monzón estaba por su séptimo whisky, le había pegado a Susana. Entonces, lo que te quiero decir, es que la mesa tiene historia, es mítica.
Por otro lado, y sin ser menor el dato, se sabe que si en esa mesa, sentado en esa mesa y solo, pedís lo indicado, una suerte de combo cafépostreoacompañamiento, te llevas una mina. La mejor mina del bar. Pero no esta incluido en la carta, no es así la cosa. La mina escucha lo que pedís, eso que dijiste, y se te acerca, la enamoraste, es como un código. No hubo que decir más, me largué a recorrer la consecución de calles para dar con este café. Me encontré en las calles a hombres que, por la expresión de sus rostros, buscaban al bar, al café. Hombres deprimidos, desesperados, necesitados de un abrazo sincero. 
No lo vas a creer pero encontré el bar.
Sólo restaba ordenar, solicitar la combinación precisa. Es claro que estaba sentado en la mesa redonda, cerca de la ventana, se podía fumar todavía dentro. Ese primer día pedí un café con leche y dos medialunas de manteca. Miré a la moza con una mirada sencilla, arqueando las cejas, esperando alguna respuesta. Trajo el pedido y lo distribuía en la mesa lentamente, en silencio. No había acertado. Lo que también desespera en esta situación, es que solo se puede hacer un pedido por día, solo una vez al día uno se puede sentar en la mesa redonda. Seguí yendo día tras día, de mañana, de tarde, de noche. Pedí café doble con una porción de cheescake, una lágrima con un tostado, tomé un submarino con alfajores de maizena, recuerdo haber pedido un café en jarrito con crema y una mini pastafrola. En esta última ocasión, pude ver como una mujer esbelta, rubia, de piernas que no parecían tener fin, se levantó de una mesa del fondo, me miró, esbozó una sonrisa y emprendió una caminata, lenta y sensual, hasta donde me sentaba. Ella iba al baño, la mesa, me olvidaba, quedaba a dos pasos del baño de mujeres.
Pensas, seguramente, que es fácil toda la situación. Que existe un número posible de combinaciones, que es cuestión de prueba y error, de tiempo, dar en lo justo y de hacerse con compañía. Me olvidé de decirte que día a día, el pedido clave, el código, cambia. Con la plata que gasté en café y propinas a la moza, pude haber cambiado el auto, irme de viaje.
Dada la situación de que iba todos los días, pude conocer un poco más a la moza, Carolina se llamaba. Tenía ojos verdes, mechones de un flequillo negro que se movían durante su caminar. El delantal, su atuendo de trabajo, no impartía justicia a su figura, a su ser. Un día fui en el momento que cerraba las mesas, su turno se terminaba. Le pregunté si quería ir a caminar conmigo, si le gustaba el teatro. Dijo que sí, salimos de la mano del bar.
Era lo suficientemente tarde para que el ritmo cardíaco de las avenidas bajara, para que las luces artificiales iluminen. Estuvimos parados con Carolina en la esquina de Corrientes y Callao, nos mirábamos, tomados de las manos, sin decir nada. De pronto, ella me abrazó, creando nuevos pliegues a su saco azul marino. Pude sentir el aroma de su piel, el olor de su pelo, el suspiro de toda una ciudad en mis oídos. Me dio un beso en la mejilla izquierda y susurró sobre mi hombro que no existen las combinaciones justas para un abrazo sincero, que no hay protocolos para el amor.
Carolina paró un taxi, encendí un cigarrillo.


Imagen de acá

No hay comentarios:

Publicar un comentario