sábado, 23 de junio de 2012

Jugo de naranjas

Me llamaste porque encontraste mi número en algún escritorio lleno de papeles, desorganizado, y estaba mi número ahí. Dijiste que tenías algo importante que decirme, que querías verme, compartirlo conmigo. Dijiste, también, que fui una persona muy importante en tu vida, que te acompañé en procesos cognitivos supremos, que fui el empujón necesario para crear la continuidad espacio/tiempo de tu vida, que era perfecto, como todo recuerdo quise entender, y que me querías decirme algo.
No tenía nada mejor que hacer, había terminado el libro que venía leyendo y te dije que podía, que había un café cerca de una librería, que nos veamos luego. Sonreíste al decir que sí, lo sé, se escuchó en el acento que le diste a la í, luego de pronunciar la s. Entonces, nos vimos.
Te avisé que iba a estar en el bar, dentro, nos veíamos ahí. Entraste, te miré desde mi ubicación, estabas linda. Me saludaste afectuosamente, que estaba un poco más delgado soltaste, acompañando la frase con un gesto de repulsión, como si estar más flaco me quedará mal, no combino. Y luego, te sentaste. Ordenaste al mozo, sin ver la carta, un té de hierbas patagonicas, acompañado por una galleta de arroz y dos sobrecitos de edulcorante. Al parecer, pensé, no viste los sobrecitos de edulcorante en la mesa.
Seguiste hablando, me contaste lo bien que te iba desde que te fuiste, que eras feliz, que te aburriste de viajar, que la vida te sonríe. Continuaste, después, informándome que el libro que acaba de comprar tenía un final horrible, detallaste el final, comentaste que seguía con el mismo pésimo gusto para las elecciones, de todo tipo.
No perdonaste que me haya cortado el pelo de esa manera, que parecía recién salido de la primaria, que tenía que cambiar de peluquero. Por mi parte, seguí con mi vaso de vermouth, con lo cual me recordaste que esa era una bebida de viejo, que me faltaba pedirme una grapa y que me llamaras abuelo y acompañarme a hacer fila al Banco Piano. Eso dijiste, así.
Estuviste a punto de perderte la ocasión de recriminarme la falta de atención hacia tus palabras, pero no fallaste, lograste transmitirme que no te estaba dando pelota, que para qué accedí. Enumeraste, luego, todos tus logros académicos, los amorosos también, sin dejar de lado el avance profesional que habías conseguido dentro de esa empresa a la cual defenestrabas hasta entre sueños. Aún así, sin permitirme esbozar alguna pregunta, recordaste avisarme que podía cambiarme la camisa, que me era permitido comprarme ropa nueva, ser diferente, intentar mejorar. Verme a mí era como mirar un paquete de figuritas que solías coleccionar de chica y sentir añoranza por el pasado pero, más temprano que tarde, preguntarse para qué servían, cuál era su fin; eso dijiste, así.
Señalaste, sin perder el hilo, que sentías olor a cigarrillo, que obviamente provenía de mí. Volver a fumar, opinaste, no me ayudaba en nada, que no existían calificativos para expresar lo que sentías, lo que te producía la imagen de mi persona encendiendo y consumiendo un cilindro lleno de muerte.
En la pausa que hiciste para tomar aire, aproveché para solicitarte el motivo de tu llamado, el por qué me querías ver. Dijiste que me extrañabas, que querías volver conmigo, que ya no le encontrabas gusto al jugo de naranjas sin mí. Que estabas desacostumbrada a que todo te salga bien, a que no haya sorpresas.


Imagen de acá

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