viernes, 22 de junio de 2012

La noche que cerró el café

Hice propio de mí el salir del trabajo e irme al café. Una parada obligatoria, una pausa para el alma. Era cuestión de que se hiciera la hora de salida, fichar, saludar pensando que mañana veré las mismas caras de resignación, de personas que de chicos soñaban con ser bomberos, estrella de rock, algún presidente de una ONG, sueños todos rotos, carcomidos por jornadas interminables de lunes a viernes, el sueldo te lo depositan el cuarto día hábil. Y me iba al café.
Me sentaba en una mesa chica, entraba el café y dos sobres de azúcar, en la mesa. Me acompañaba siempre algún libro, algún articulo, un diario que pedía prestado en el lugar. Tomaba un café, algún tostado, medialunas. He llegado a estar hasta altas horas, pedir para cenar, acompañar con vino. Años pasaron así. Salía de fichar de la oficina, fichaba en el café.
Un día, hace poco, salí del trabajo, emprendía mi camino al café, de manera habitual, nada extraordinario. Empujé la puerta de lugar y llevado por la inercia de lo cotidiano, quise avanzar a un camino cerrado. Sangré un poco por la nariz luego de incrustarme la puerta en el medio de la cara. El café estaba cerrado. No atiné a nada. Me quedé con la mano izquierda en el picaporte, mirando la puerta, quitándome la mancha de sangre del rostro con la mano restante. El café estaba apagado, las sillas sobre las mesas, las luces off, la televisión apagada, no habían traído el diario. Vi, por un momento, todo nublado, como en un sueño, como en una película. Comencé a buscar algún cartel, alguna nota que de fe de que el café iba a volver a abrir, que iba a poder entrar, nuevamente pertenecer. Nada, no había nada. Pregunté a negocios aledaños si sabían algo, qué había pasado, si iban a abrir de nuevo, cuánto faltaba. Nadie sabia nada, el café había cerrado.
Permanecí en la vereda del café, mirando para todos lados, buscando una respuesta, una salida, a dónde ir.
Sin desearlo ni mucho menos quererlo, comencé a moverme, a caminar sin rumbo y sin sentido. Hace tiempo que no merodeaba los alrededores del café, el centro, los comercios. De pronto me vi frente a Musimundo y pensé que podría hacer tiempo mirando y, tal vez, comprando algún cd. Recorrí el local, pregunté dónde estaban los discos; me dijeron que tenía que pasar por detrás de las heladeras, doblar a la derecha en los lavarropas, seguir hasta toparme con las computadoras para luego seguir por la izquierda hasta los colchones, ahí, al lado, iba a estar una ínfima repisa con los discos. Había seis, siete cds cubiertos de una fina capa de polvo, desordenados. El lugar no era como recordaba pero, en ocasiones, los recuerdos se acomodan a lo que uno quiere recordar, a como uno desea que haya sido el pasado. Me fui, salí casi corriendo sin dar las gracias. No reconocía las calles, la iluminación que había adquirido estos lugares. Recordaba que cerca de ahí debería de estar una vieja casa de calzados, empero pude observar una galería de tatuadores, de gente que salía agujereándose el cuerpo. Quedé anonadado al encontrarme que la casa de vídeos, donde solía alquilar películas, ya no estaba. En su lugar, pusieron un supermercado de origen asiático.
Dentro de mi afán de querer encontrar un lugar que conocía, de volver a saberme en un ambiente reconocible, corrí. Corrí desaforadamente, corrí esquivando la realidad, lo que pasaba. Corrí hasta que me llevé puesta a una chica, por delante, como embistiéndola, haciendo un ademan de tackle. Rodamos por el piso hasta que nos encontramos riendo de lo que pasaba. Convenimos en miradas, sonrisas pidiéndonos perdón por el tropiezo. Al levantarnos, ella, tan joven, como recién salida de la secundaria, me invita a la casa, para que me arregle, sanar la herida en mis manos.
Seguí sus pasos, vivía en un departamento con su primo y un amigo que fumaba de una pipa. El lugar era desordenado, sofá cubierto de ropa, televisor encendido sin ser visto. Me condujo al baño, me lavo las manos y untó, con algodón y sin cuidado, pervinox en la carne abierta, herida. Al ver que me acongojaba, que me estremecía del ardor, apoyó su cabeza en mi hombro, queriendo darme ternura, calor humano. Al terminar, me miró nuevamente, dijo que tenía lindos ojos, que parecía sencillo, que se derretía por los hombres que llevan un libro en las manos. Tome su cintura, tan poca, tan nueva, y la acerqué a mí. Se había lastimado un poco la mejilla derecha, un raspón, por la caída, le hice un mimo sobre el daño y la besé, como esos besos, esos que se dan en primavera, en las películas, esos besos de despedida que parecen no terminar más, que no queres que terminen más.
Fuimos a su pieza, a su habitación y se desvistió lentamente, al compas perfecto, sin necesidad de música. Me tomó de los brazos, dejé caer el libro al suelo, perdiendo la señalización de la página que iba leyendo. Como al unísono, en el momento que el libro cayó, el primo abrió la puerta, quería preguntarme si sabía de algún lugar donde hicieran buenas empanadas. Clara se cubrió y rió, comenzó a vestirse. El primo se retiró, sin antes mirarme con cara amenazante. Clara se llamaba, casi me olvido del nombre. Clara me pidió con palabras cortas que me retirara, que continuemos esto mañana, iba a estar sola, tranquila. Dentro de toda la confusión, accedí, salí del departamento. Clara bajó conmigo hasta la puerta del edificio y brindó instrucciones para encontrarnos mañana. Nos íbamos a ver cuando termine de trabajar, a la salida de una librería, quería que le elija un libro. Nos despedimos con un beso fugaz, era hora del retorno a casa.
Al siguiente día, salí del trabajo, de ver las mismas caras completas de depresión, de sueños rotos. Bajé las escaleras, prendí un cigarrillo, miré la hora y camine con desazón. El café estaba abierto, me senté en la misma mesa de siempre, pedí lo de siempre, le pregunté al mozo cómo andaba.


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Simplemente, a modo de recordatorio y aviso, quiero decirte que esta historia no es originalmente mía. Es decir, sí, todo es mío pero la idea, la sustancia, el motor propulsor ya había sido escrito. Quise recordar a Fontanarrosa de este modo, burdo, pero mío. El día que cerraron El Cairo es una historia increíble, no dejen de leerla, de leerlo.

Imagen de acá

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