martes, 31 de julio de 2012

Fotografías

Encontré un viejo álbum de fotografías, de tiempos donde las fotos se revelaban, donde uno tenía que esperar una hora o más para retirar los recuerdos impresos. Soplé, suavemente, las finas capas de tierra que se asentaron sobre la tapa del archivero de los momentos.
Noto que mi piel se ha arrugado y que la juventud que he lucido ya es solo un vestigio dentro de los maremotos de la memoria. Por más que digan que una persona es siempre la misma, que no cambia, que un nombre y un apellido indican la perennidad y la individualización de cada quien, siento que es toda una mentira compartida. Ya no soy el mismo que a los seis, difiero mucho del adolescente aquél con ganas de cambiar el mundo, de ser importante. También me he alejado del joven profesional con sueños de recorrer el mundo, de hablar varios idiomas, de conocer sobre vinos y poseer, por todo ese momento que dure la eternidad, a la mujer que siempre se ha amado. Ya he sido adulto y el constante sabor de la derrota ha producido bruscos cambios en mí; he perdido pelo, se ha ido destiñendo y, con el transcurso del tiempo, he adquirido ese particular olor que se impregna a las personas que se acercan a la muerte. Ya soy anciano, ya no soy el mismo de antes por más que porte un documento que lo desmienta.
Así, vislumbro las situaciones que me devuelven las fotos, como si estuviese allí. Cierro los ojos y recuerdo. Estoy en mis vacaciones en la costa con los chicos, las primeras vacaciones solos. Siento como brama el mar, lo salado del aire y el calor del fogón en las arenas eternas. Luego, paseo de la mano con Estefanía por la noche, miramos las estrellas y ella me pide que le jure algo, a lo que le contesto que jamás se volverá a repetir todo esto, los astros no se alinearán una vez más así. Luego, la beso, la abrazo y me encuentro en la entrega de diplomas. Me he recibido luego de defender arduamente una tesis que me ha costado parte de mi economía psíquica. Me arrojan con huevos, puedo ver como mis primas enderezan paquetes de harina sobre mi humanidad y todos me abrazan con repulsión por la combinación de productos gastronómicos que se ha formado en mí. Mis padres lloran y se abrazan entre ellos mientras ven la escena, se han sacrificado mucho para que logre estudiar y ahora estoy a punto de casarme y las lágrimas de felicidad de mis viejos transcurren cuando ella da el sí. Damos el primer baile, brindamos por la felicidad, la necesidad de ser felices volcada en el deseo. En el segundo giro que produzco sobre mi flamante compañera de vida, el flash de la cámara me devuelve sobre el nacimiento de mi primer hijo, sé que su segundo nombre es Bioy, pequeños homenajes. Puedo ver sus escarpines azules, su primer mirada y el suspiro que realiza al darse cuenta que llegó a este mundo, que no eligió bien. Después de verlo tomar su primer almuerzo desde la madre, lo llevo al jardín de infantes en su primer día y lloro. Él me muestra dibujos hechos con amor, pinta afuera de las líneas y escribe su nombre en letras grande mientras estamos viajando a la costa, en constantes destinos rutinarios, Bioy promedia los doce años y no quiere venir con nosotros porque sabe que se va a aburrir, que ya no es lo mismo como cuando jugaba con la palita y hacíamos castillos para reyes que nunca fueron coronados. Así, veo el mar, sigue bramando y el aire continua con su carga de sal. Piso la arena algo sucia, mi esposa me pide que coloque la sombrilla, que deje de boludear. Luego de cumplir con lo solicitado, camino por el borde del mar, apenas toco el agua, es que, ya ves, vengo con los jubilados, en un viaje comunitario pero no me permiten sumergirme más allá, como solía hacerlo, por temor, no quieren que me pase nada. Jugamos a las cartas, entre todos, en juegos confusos mientras hablamos de lo maravillosos que son nuestros nietos, que algún día deberíamos de comer un asado todos juntos. Hablo sobre los problemas de la humedad, el deterioro de los huesos y en que me siento solo, muy solo desde que mi esposa dejó este mundo y que ya no siento ganas ni de quejarme. Canto 'truco', mientras pienso que es una mala mano, que no tengo nada, que estoy mirando un viejo álbum que encontré en el placar.
Y, verás, tengo tan solo veintiún años y todavía no he sacado ninguna de esas fotos. Pero ya son lindos recuerdos, dan ganas de vivir.

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1 comentario:

  1. La parte más triste de la vida es cuando, por más que se sepa el trágico final y la inevitable derrota, no estemos interesados en el desarrollo, en lo que pueda pasar.
    Quién te dice que la puedas pasar bien, que hasta te llegue a gustar y sacarle una foto, querer que no termine más.

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